sábado, 12 de octubre de 2013

CUERPO PIÑATA



Piñatas, mártires y chivos expiatorios
 

La comparación del cuerpo con la piñata a través del trasfondo ritual que posiblemente perviva de “arcaicas prácticas”, busca señalar la condición contradictoria del ser humano: su trascendencia espiritual y su efímera corporalidad. La muerte media entre estos opuestos como momento de conciliación. 
Inicialmente se hace un rastreo alrededor de la homologación que culturalmente se puede establecer entre cuerpo y objeto expiatorio; para esto se traza una breve reseña sobre acciones rituales de diversas culturas que utilizan cuerpos o representaciones humanas con el objetivo de la liberación emocional o psíquica, reseña que tiene como líneas conceptuales el sentido antropológico de lo sagrado, según Mircea Eliade en su libro Lo sagrado y lo profano (Eliade, 1998) y el postulado sobre el origen común entre mito, magia y religión de James Frazer en La Rama dorada (Frazer, 1981). El contraste denotativo y la irónica comparación entre cuerpo y piñata se sugieren  desde el señalamiento de la pervivencia del rito en el juego colectivo de la celebración periódica, (Huizinga, 2008) y la relación entre sacrificios humanos y el rompimiento de la piñata. El sentido de pervivencia (supervivencia) se toma desde Didi-Huberman en La imagen superviviente. Historia de arte en tiempo de los fantasmas. Según Aby Warburg. (Didí-Huberman, 2003). De acuerdo a esto, los ejemplos tomados desde la antropología evolucionista, prácticas locales y objetos populares, no se equiparan por afinidad desde lo histórico sino desde el concepto de heterocronía (temporalidades heterogéneas), como “supervivencias fantasmales”.


Las representaciones humanas que tienen que ver con el juego guardan una relación vital con el esencia que las anima: los juguetes antropomorfos  interpretan una proyección psíquica del niño; el títere, efigie de un personaje arquetípico,  más que ser animado por la mano del experto, lo es por la imaginación del auditorio y la piñata de cumpleaños con la forma del personaje de moda, posee su alma en el enigma del contenido, contenido que guarda el clímax de la celebración. Del mismo modo las figuras sagradas de dioses, los objetos rituales y mágicos, los amuletos y fetiches, poseen esta duplicidad. Este es el aspecto que nos interesa señalar, el aspecto doble del objeto-cuerpo como forma y como contenido: el contenido como esencia y alma de una figura material. Establecida esta idea, la intención es inferir cómo,  siendo el  contenido el motor, éste se puede proyectar en otra investidura a través de una suerte de consonancia operada desde el sentido vital del juego o del ritual. Ejemplo: el bufón puede tomarse como una clonación en negativo de la solemnidad cortesana y como representación burlesca del rey. Este personaje desde el palacio cumplía la función de desviar las críticas, pullas, golpes, odios y rencores que en un inicio son destinados para el rey. El ir y venir entre ejemplos de origen tanto de lo <<sacro>> como de lo <<profano>>, solamente busca establecer la visión unificada entre ritual y juego, comprendiendo, claro está, que el juego como el ritual es un momento fuera del tiempo cotidiano.


Según el historiador de las religiones Mircea Eliade, para la mentalidad primitiva “…la manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el mundo” (Eliade, 1998: 25), de la misma manera los objetos consagrados tienen una realidad trascendente en la medida que son insuflados de contenido y significado. “Una piedra será sagrada por el hecho de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etcétera. El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor. Esa fuerza puede estar en su substancia o en su forma; transmisible por medio de hierofanía o de ritual” (Eliade, 2001:7)

Del mismo modo que al objeto se le concede la potencia sagrada, también, en sentido contrario, el mal, la culpa y lo oscuro de la conciencia se puede transferir a un objeto o cuerpo preparado para esto. Según la antropología evolucionista, las prácticas mágicas (de la mente salvaje) siguen un principio: la magia, podrá ser homeopática si trata de que «lo semejante produzca lo semejante»; o contaminante (o de contagio), si sigue el principio de que las cosas que alguna vez estuvieron juntas, al separarse, tienen tal relación mágica que lo que se le haga a una lo sufrirá la otra. Ambas esferas de la magia estarán comprendidas bajo el nombre general de magia simpatética. (Frazer, 1981: 33-63). En este establecimiento de la relación entre magia, rito y religión, la historia de los mitos y las religiones nos trae numerosos ejemplos de liturgias y rituales en los cuales una persona escogida asume las culpas y es llevado al escarnio y al “sacrificio”, mediante el cual hay una liberación colectiva. Un ejemplo notorio constituye la “cuestión crucial” que señala James Frazer en su libro La rama dorada (Frazer, 1981), de condenar a muerte a los reyes en diferentes culturas primitivas. Frazer señala numerosos ejemplos  para sustentar su postulado del origen común de mito y religión, tales como:

“Encontramos un caso sorprendente de monarquía limitada de esta clase en el poderoso reino medieval de los tazares, en la Rusia meridional, donde los reyes eran condenados a muerte a la terminación de un plazo determinado o cuando alguna calamidad pública, como sequía, carestía o derrota en la guerra, indicaba una quiebra de sus poderes naturales... También África nos ha dado diversos ejemplos nuevos de una práctica similar de regicidio, y de entre ellos el más notable, quizá, es la costumbre observada en Bunyoro en tiempos pasados, de escoger un rey de burlas de clan especial, cada año, en el que suponían encarnaba el rey difunto y que cohabitaba con sus viudas en su templo-tumba; después de reinar una semana, era estrangulado. La costumbre presenta un paralelo estrecho con el antiguo festival babilónico de Sacaea, en el que vestían con el ropaje real a un rey de burlas, le dejaban gozar de las concubinas del verdadero rey y, después de reinar cinco días, le desnudaban, azotaban y mataban” (Frazer, 1981: 12).


En relación con la tesis expuesta en El mito del eterno retorno (Eliade, 2001), la cual plantea el sentido del tiempo cíclico y de renovación para las culturas primitivas, el desarrollo del amplio texto de Frazer, declara que las culturas del mundo han seguido un proceso en su evolución religiosa, desde las actividades mágicas relacionadas con la naturaleza,  hacia religiones fundamentadas alrededor de entidades superiores. Una relación apresurada que surge es la posible analogía entre las costumbres regicidas y la creencia en el mesías redentor de las religiones judeo-cristianas y del islam,  analogía que Frazer elude señalando que su propósito es conformar una especie de “sistema” de la mitología; sin embargo sí es clara y explícita la relación del holocausto israelita y el ritual del chivo expiatorio, con “El cordero de Dios que quita los pecados del mundo”, encarnado en Jesucristo. Ya se había afirmado lo apresurado de la relación, pero dado el tiempo y el espacio, la señalamos a riesgo de parecer superficiales en la interpretación del texto; se tratará de dar una explicación de esta al final del texto.

Partiendo de estas comparaciones, al asumir que la genealogía de ciertas costumbres dentro de las fiestas y ceremonias familiares y sociales ha devenido de pretéritos rituales conservando su fin primordial, encontramos en los calendarios anuales de nuestras sociedades, prácticas que “rompen” con el tiempo, que renuevan la vida según normas conformes a tradiciones heredadas de diversos orígenes.

Como fiesta de restablecimiento del tiempo primordial, la celebración del cumpleaños regenera el año, siendo acto conmemorativo del nacimiento renueva el tiempo y confiere la fecundidad, la abundancia y la felicidad para un nuevo inicio. Existe una clara relación de esta fiesta de renovación del tiempo con la celebración del año nuevo en donde la piñata es análoga al muñeco de año viejo, el cual es quemado en el escenario carnavalesco como instrumento de sacrificio; ambos, piñata y año viejo son chivos expiatorios que se destruyen para propiciar un nuevo comienzo lleno de esperanzas y optimismo. Siendo fiestas de “cumplimiento”, estas celebraciones cierran un ciclo y abren otro.

Todas las prácticas dentro de la fiesta del cumpleaños consuman la misma acción renovadora: la torta, las velas como ritual de la extinción y reanimación del fuego (Eliade, 2001:35), el deseo pedido en íntimo secreto, los obsequios, la música, los juegos y el baile. En el cumplimiento del ritual, mediante la eliminación del tiempo profano y la generación de una exaltación colectiva, el festejado se prepara emocionalmente para recibir la bendición restauradora.

La piñata puede ser receptáculo de lo sagrado porque para tal es confeccionada, está consagrada para ello. En la acción de prepararla se realiza un “acto primordial”, como objeto adquire una nueva dimensión. Según Mircea Eliade: “En la mentalidad “primitiva” o arcaica, los objetos del mundo exterior, como los actos humanos propiamente dichos, no tienen valor intrínseco autónomo. El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor” (Eliade, 2001:7). En este caso, la piñata, como objeto hecho por la industria del hombre no halla su realidad, su identidad, sino en la medida en que participa en una realidad trascendente. Por extensión, la mentalidad infantil (o, ¿por qué no?, la sensibilidad lúdica del adulto), también puede participar de la mencionada fuerza. Esa fuerza puede estar encerrada en el contenido o en la forma de la piñata y ser transmisible por medio del juego y del ritual. La acción de suspenderla en el aire, la separa simbólicamente del plano vulgar y la sitúa “entre el cielo y la tierra”. A lo largo del mundo perviven estos rituales donde los objetos litúrgicos son colgados: para no ir muy lejos, el rey Herodes en el barrio Egipto de Bogotá y el Carmen de Tunja en la fiesta de reyes magos, se quemaban colgados. “Toda suspensión en el espacio participa de este aislamiento místico” (Cirlot, 1969). 

El origen de la piñata is made in China. “En la ceremonia del Año Nuevo se confeccionaba la figura de una vaca cubierta con papeles de colores llena de semillas. Los mandarines golpeaban con varas la figura para esparcir por el campo su contenido, posteriormente se quemaba el papel y las cenizas se guardaban, pues se consideraban de buena suerte[1] Se le atribuye a Marco Polo llevar las piñatas a Italia en el siglo XII. En este sentido, Marco Polo se constituye como el gran benefactor, que trajo todo para la fiesta infantil: “papel de china”, piñata, helado y sppaguetis.

En Europa se le dio a la piñata un enfoque religioso y al primer domingo después del Miércoles de Ceniza se le llamaba Domingo de Piñata, probablemente como consecuencia de la política de la iglesia primitiva de absorber en lugar de reprimir los ritos paganos existentes, en este caso las celebraciones que desde los primeros tiempos habían festejado el solsticio de invierno y la llegada de la primavera. En Andalucía, España, el Domingo de Piñata es la última fiesta después del carnaval, en la cual hay desfiles, carrozas y en diferentes lugares de congregación gozosa, los participantes con los ojos vendados tratan de romper una olla de barro adornada con papeles de colores rellena de dulces.

Las piñatas llegan a América por medio de los colonizado
res españoles. Los misioneros las utilizaron con fines evangelizadores, pues su ambiente festivo atraía a la gente a las ceremonias religiosas. En México, país que se adjudica la piñata como elemento identitario, la época del año en que se instituyó su uso y práctica fue en la novena de navidad, conocida allá como “las posadas”, tradición popular mexicana que tiene lugar del 16 al 24 de diciembre y que conmemora el viaje de la Virgen María y san José a Belén, y su búsqueda de un lugar donde pasar la noche antes del nacimiento de Jesús.

La piñata adoptó en México una forma de satélite: una esfera con siete conos sobresalientes, cada uno con una mecha de serpentinas de colores en su extremo.
“Dichos conos representaban los siete pecados capitales: avaricia, gula, pereza, orgullo, envidia, cólera y lujuria. Además, las frutas y caramelos en su interior eran símbolos de las tentaciones que implicaban la riqueza y los placeres terrenales. Los participantes, vendados, recibían la orden de golpear la piñata, en un esfuerzo por combatir las fuerzas demoníacas. El garrote para destrozar la piñata, por su parte, simbolizaba la virtud. Una vez rota la piñata, el contenido de la misma era la representación del premio a los participantes por ser fieles a su fe”[2]

La herencia cristiana arraigada en México da la siguiente interpretación del ritual de las piñatas:

“El palo con el que se le pega a la piñata representa a la fuerza de la virtud que rompe con los falsos y engañosos deleites del mundo. Las virtudes que hay que cultivar para vencer los pecados capitales son: contra la soberbia, la humildad; contra la avaricia, la magnanimidad; contra la ira, la paciencia; contra la envidia, la generosidad; contra la lujuria, la castidad; contra la gula, la templanza; contra la pereza, la diligencia. Con la ayuda de Dios, se destruye al mal y así se descubren los frutos que hay dentro de la piñata, que representan las gracias de Dios. El relleno de la piñata es símbolo del amor de Dios porque al romper con el mal, se obtienen los bienes anhelados”[3]

Según Johan Huizinga, en el juego, la magia y el rito la acción está legitimada por sí misma y se halla separada en el tiempo y en el espacio.  "El juego humano, en todas sus formas superiores, cuando significa o celebra algo, pertenece a la esfera de la fiesta o del culto, la esfera de lo sagrado" (Huizinga, 2008). Complementando con Eliade, cada acto depende de reglas particulares cuya transgresión aniquilaría la atmósfera de la acción mágica o lúdica.  Sin embargo, el rito va mas allá de una simple fórmula de repetición, posee un contenido y se refiere a un sacramento, a un acto que presupone una realidad absoluta o extrahumana (Eliade, 2001).

Se haría necesario detallar una descripción simbólica del ritual de la piñata, sin embargo no es este el fin de este escrito, sino señalar cómo dentro de un espacio profano, cotidiano y “vulgar” como lo es la sala o el patio de una casa, se efectúa cumplidamente cada año para los niños una fiesta que se ajusta a la repetición literal de una rutina prediseñada tradicionalmente. Así sea utilizada también con fines comerciales y claramente sus usos estén imbricados dentro de las tensiones y puntos ciegos de las configuraciones sociales,  la estructura del rito original no deja de permanecer inmutable, pese a que las experiencias provocadas por su actualización no tengan ya más que un carácter lúdico.

La característica piñata de cumpleaños infantil permanece en el imaginario del adulto y también se usa en diferentes fiestas como la despedida de soltero o soltera, el cumpleaños del cincuentón y  las bodas de oro de los abuelos. Al preguntar a estos sobre la existencia de las piñatas en su infancia, nos encontramos rápidamente con indicios interesantes que van aclarando los recorridos y las fuentes originarias. Aunque el recuerdo haya sido cubierto de las múltiples capas que se han superpuesto por los cambios del mundo moderno, para la preparación de celebraciones especiales, siempre se ha contado con el mismo entusiasmo y las mismas estrategias. 

La piñata era el centro de multitudinarias fiestas en la culminación de la “catequesis” o “preparación para la primera comunión”; en este caso  los muchachos ya aptos para iniciarse en “los misterios de la transubstanciación del cuerpo y el alma” (primera comunión), se apretujaban para seguir en el turno de romper las ollas que guardaban las anheladas golosinas (dulces artesanales envueltos en celofán). Claro que existía un riesgo: romper las que contenían ceniza, hollín o agua. En todo caso, la emoción mística de este tiempo sin tiempo, el de la ruptura y el lanzarse a atrapar las dádivas de lo alto, era igual si se conseguía una ducha de aquellas engorrosas sustancias o los esperados dulces. ¿Existe acaso alguna connotación determinante de acuerdo con la sustancia? La ceniza se relaciona con penitencia, humildad y conversión. El hollín con muerte. El agua con la purificación bautismal. Los dulces: las gracias dispensadas por Dios.

Basta aquí con señalar cómo dentro de la gran mayoría de estas prácticas de fiesta encontramos elementos centrales que cumplen la función de ser dispositivos sacrificiales, objetos simbólicos que congregan a la comunidad en un compartir místico de entusiasmo que se asemeja al desborde y trance de ritual pagano. ¿No es esta congregación alrededor del atrio del templo o de la plaza del pueblo una histeria catártica renovadora y saludable que descarga en un chivo expiatorio todas sus penas y pecados? 

Sin oponerse ni ilustrar el pensamiento religioso trascendente es necesario considerar la apreciación que surge del dogma cristiano de la unión de cuerpo y alma o para la filosofía de materia y forma.  Materia y forma componen en su unión los principios constitutivos de las substancias y de los cuerpos.  Desde la teología cristiana la unión cuerpo y alma no es accidental, el alma tiende a la determinación del cuerpo de manera natural. Sin embargo hay una separación trans-terrenal de estos dos principios constitutivos.  El alma se define como un ser autónomo que subsiste tras la separación de materia y forma, de cuerpo y alma, constituyéndose como una substancia formal carente de materia. No es aquí el caso de tratar del misterio cristiano de la transubstanciación, pero sí es intencional efectuar la alusión. Tratándose de una discusión bizantina se alude desde una postura imparcial que sólo busca establecer relaciones entre lo sacro y lo profano desde el rito y el juego.

El acto central de la piñata es romperla para recibir la recompensa que se desprende. La relación directa  con un sacrificio humano tiene que ver también con lo que se desprende, tanto simbólica como materialmente. Hay un beneficio inmediato preparado a través del acto litúrgico. El placer orgásmico de romper y recibir el baño de dádivas de lo alto se corresponde con el clímax de la celebración y podría ser el punto intermedio de transición en el cambio de modalidad del cuerpo en la muerte sacrificial, el desprendimiento de la vida en un límite conocido, pero que está más allá, precisamente en ese punto intermedio entre el cielo y la tierra.

Se puede inferir que el sacrificio humano  en antiguas liturgias no solamente se realizaba como el ofrecimiento de un cuerpo para el reconocimiento de la divinidad, con el fin de un interés particular o la petición de buena fortuna. Si era con el fin del apaciguamiento de la ira divina o la adivinación del futuro, se efectuaba precisamente por el desprendimiento reconocido de la energía vital del cuerpo preparado para esto. Y el desprendimiento no es solamente inmaterial, se da también en la aspersión de la sangre:

Según la Biblia, en los ritos sacrificiales la aspersión del altar con la sangre del animal ofrendado, era una característica esencial en los ritos de inmolación y expiación; en el holocausto la ofrenda antes de ser quemada su sangre era aspergida. La aspersión significa adhesión a Dios y comunión con él. (Ex 24, 6-8).  La aspersión hacía parte de los ritos de purificación y se hacían con la sangre pura, mezclada con agua o con agua. (Lev 16,15-19). 

“En el Nuevo Testamento se abandonan los ritos de aspersión, pero se menciona cómo la “aspersión de la sangre de Cristo” (Heb 12, 24) hace participar en la nueva alianza (Heb 9,18-21) y libera del pecado de una manera más perfecta que la sangre de los animales sacrificados del Antiguo Testamento y la ceniza de la vaca roja (Heb 9,13s). La aspersión con la sangre de Cristo tiene lugar en el bautismo (Heb 10,22; 1Pe 1,2).”[4]

Esta aspersión purificadora de la sangre de Cristo es fuente de “redención perfecta y don de vida nueva”, según el sentido del sacramento del bautismo, he aquí el sentido de la expiación  de los pecados en un cuerpo consagrado y al mismo tiempo su ofrendamiento para la obtención de la gracia celestial.

Colofón.
En la indagación de objetos análogos a la piñata encontramos otros “juguetes made in China”: los “perros de paja” que son efigies de perro, rellenados de paja y utilizados en ceremonias rituales como ofrenda a los dioses. Durante el ritual eran tratados con solemnes reverencias pero una vez acabado, cuando ya no servían, eran pisoteados y desechados.  

Es el momento de la piñata, todos los niños están expectantes listos a lanzarse al piso para atrapar el mayor número de sorpresas. Se turnan en jolgorio estridente el apaleo del muñeco de papel de seda, unos aciertan, otros no, pero el conjunto grita alborozadamente, unos lloran, otros saltan, sólo se espera el desenlace final. El artilugio tercamente resiste la paliza sin romperse, la desesperación de algunos por el momento anhelado les lleva a intensificar aún más la tensión del momento con nuevos  gritos y voces. La multitud sigue increpando, los destellos de flash de las cámaras fotográficas registran los rostros absortos. Finalmente, sucede, el paroxismo dura pocos segundos: el grupo de niños se lanza dentro de la lluvia de colores para asegurar su botín, dotados de bolsas recogen en ellas afanosamente las dádivas. Al terminar la algarabía, el espacio del garaje queda ocupado solamente por los despojos, la diversión ha terminado; el grupo se disgrega y todos se reubican en sus sillas para disponerse a comer el helado.

BIBLIOGRAFÍA:
Cirlot, Juan Eduardo. (1969). Diccionario de los símbolos. Barcelona. Labor.
Didi-Huberman, Georges. (2009). La imagen superviviente. Madrid. Abada editores.
Eliade, Mircea (1998). Lo sagrado y lo profano. Madrid. Alianza.
-------------------(2001). El mito del eterno retorno. Buenos Aires. Emecé.
Frazer, James (1981).  La rama dorada. México. Fondo de cultura económica.
Huizinga, Johan (2008). Homo Ludens. Madrid. Alianza/Emecé. 



[1] http://www.oem.com.mx/oem/notas/n1422425.htm (consultado el 19 de abril de 2013)
[2] http://www.confitesycanelones.com/vista/histpinia.php (Consultado el 19 de abril de 2013)
[4] http://mercaba.org/Practico/A/aspersion.htm (consultado el 20 de mayo de 2013)

jueves, 29 de agosto de 2013

Ponerse en los alpargates del otro


San Victorino, octubre de 2012
Aproximación a un relato de experiencia fenomenológica
Octubre de 2012


El ejercicio de meterse en los zapatos de otro con el objetivo de “palpar los cauces de otra subjetividad”, en un primer momento se presenta como algo alejado de mi experiencia. De antemano asumo que estoy muy encerrado en la imagen y representación que he hecho de mí mismo y en lo que creo que soy como apariencia que proyecto hacia los demás.
Frente a la necesidad de realizar una experiencia significativa y enriquecedora, decido no  “disfrazarme”, mi intención es realmente asumir tras el vestido, la identidad de alguien real, de este modo decido vestirme de alguien subvalorado socialmente. Recuerdo en el día de la clase de taller cuando dialogábamos sobre el ejercicio que íbamos a realizar en la plaza de San Victorino, Dilma accidentalmente hizo caer un recipiente con jugo. Un aseador de la ASAB entró al salón con su trapero para limpiar, lo observé con detenimiento: dentro de su overall de dotación institucional  su actitud era la de alguien humillado y subvalorado. En ese instante pensé: “el ejercicio debería realizarse con una persona así, ser drástico y ponerse en los zapatos de otro, realmente OTRO, y sobre todo, una persona que está al lado de uno en su cotidianidad, ese “otro” tan retórico en nuestras conversaciones académicas.
Al sábado siguiente con mis compañeros de taller, a la hora del almuerzo dialogamos sobre el ejercicio, comento lo que pensé en el momento que me detuve al observar al aseador de la ASAB. Luisa Fernanda es de mi parecer, coincidimos en que el objetivo del ejercicio sería más provechoso si asumimos una investidura real de alguien subvalorado. Decidimos “investirnos” de una pareja de campesinos y vender arepas; al asumir un rol le agregábamos también el cumplimiento de una labor complicada dentro de la trama social urbana.
Para mí no fue difícil conseguir los aditamentos, siendo algo muy cercano a mi cotidianidad, sin embargo, me doy cuenta cómo en la realidad hay un juicio generalizado (por supuesto me incluyo), por la vestidura de alguien. Dentro del discurso de la identidad boyacense siempre se menciona a la ruana y al sombrero campesino como emblemas de identidad, pero en la realidad esas prendas son vistas con ojos clasistas, hay una clara subordinación de quien las viste; a este se le determina como  el pobre o el “campeche”. La sociedad de Tunja y en general la del altiplano cundiboyacense ha heredado de los criollos arribistas coloniales un elitismo malsano y ridículo, pues a lo largo de la historia la instauración de clases sociales se ha desenvuelto a través de recorridos que ya poco tienen que ver con apellidos de abolengo español. Poseo una ruana raptada por propiedad atávica, es una ruana que permanecía sobre la mesa de la plancha en la casa de mis padres, decidí apropiármela, hoy la conservo como reliquia.
Tunja, seguramente por su clima frio ha sido lugar de tejidos desde tiempos precolombinos. Aquí se tejían excelentes mantas, las cuales valían más que el oro. Con la imposición española los telares indígenas se relegaron, sin embargo en la colonia se desarrolló la producción de paños, la cual abastecía la demanda de toda la zona; dicha producción se promovió y en el siglo XIX, ya en la época republicana, Tunja era potencia textil en el país. Con la apertura de mercados de ese siglo se comenzó a importar paños ingleses, lo cual suscitó la quiebra de las fábricas locales. En esa época se impuso el tejido de lana de oveja para mantas y ruanas, las mujeres de clase usaban coloridas mantillas de diseño español, mientras las pobres usaban la mantilla de color negro solamente los domingos. Esto lo afirmo a partir del recuerdo de conversaciones con personas mayores. Cuando era niño yo mismo veía a aquellas señoras beatas y rezanderas envueltas en sus mantillas negras, entrar y salir de las iglesias, ahora pienso cómo es que aún se conserva la costumbre de la “pinta dominguera”, sobre todo en Tunja, que albergando una población muy católica aún en los domingos por la mañana la mayoría de la gente acude a la misa con sus atavíos más elegantes.
Ya tenía lista la ruana, necesitaba el sombrero, recordé los sombreros de Adán Botía.
Adán Botía es una persona muy admirada por todos los que lo tratamos. Lo conocí a través de un amigo quien me llevó a su maravillosa casa de tapia pisada en Cusagüí, corregimiento de La Uvita, municipio que está más o menos a seis horas de Tunja en el norte de Boyacá. Adán Botía es genio o por lo menos superdotado, hoy debe superar los ochenta años. Siendo muy humilde y sencillo, tiene la apariencia de cualquier campesino, pero rápidamente salta a la vista su eminencia, es vivaz, excelente conversador, buen cocinero, cuida sus animales y sus cultivos. Él es el médico de la zona, se sabe que cuando prestó el servicio militar tuvo que  trabajar en la enfermería, allá adquirió la solvencia y facultad para tratar enfermedades. Pero eso no es todo, él anda al tanto de los avances de la ciencia en general y puede establecer una conversación profunda sobre cualquier tema. ¿Cuáles son las fuentes de su acervo? Debe leer mucho, seguramente está suscrito a revistas especializadas, además escucha radio en onda corta, eso lo supimos cuando verificamos la antena hecha por él mismo para su viejo radio. En fin, este relato no se trata de Adán Botía, pero su rememoración me hace decidir que lo voy a visitar en diciembre apenas terminemos las clases de la maestría. Cuando íbamos a visitarlo siempre nos traíamos reliquias (tenía un cuarto de su casa lleno de trebejos, estribos de cobre, pistolas antiguas, herramientas, gallinas, gatos y por su puesto sombreros). Todos queríamos un sombrero de Adán, por respeto nunca abusamos de su desprendimiento y los únicos que heredaron sombrero fueron Álvaro José y “El Paipa”. Aún Álvaro José guarda las canas en el sombrero y verifica que permanezcan en él, así use el sombrero diariamente. El Paipa fue más tímido y en una visita se conformó con el sombrero más viejo que había, aunque Adán le ofreció el mismo que tenía puesto. “El Paipa” me prestó el sombrero para realizar mi ejercicio en San Victorino, también me prestó  las alpargatas y la mochila de fique hecha con el mismo diseño de los U-wa, compradas en el mismo Cusagüí.
Al salir del taller de “El Paipa”, después de recordar las anécdotas vividas con Adán Botía, decido ponerme el sombrero, que está viejo, roto, me gusta porque está lleno de la energía de su legítimo dueño. Salgo rumbo al centro a conseguir las arepas boyacenses, en el trayecto comienzo mi auto-observación. El ejercicio de centrar la mirada en mí mismo es un poco complejo,  siento el desfase entre la auto-representación y  el usar una prenda que no es mía, pronto me doy cuenta que precisamente es la mirada hacia mí mismo lo que hace que me sienta extraño, pues nadie me mira, compruebo mi paranoia. Me encuentro con un estudiante que me invita a una fiesta. Está más efusivo que de costumbre… ¿Será por el poder  de mi sombrero?
Salgo a las 4:00 a.m. investido de campesino vendedor de arepas, rumbo para Bogotá. La ruana es perfecta para el frio, el sombrero va en su lugar, la cabeza.  En el terminal de Tunja los ayudantes que corren a abrirme la puerta para auxiliarme con mis maletas en busca de una propina, rápidamente se apartan. ¿Será que un ensombrerado y enruanado no puede ofrecerles una moneda por su servicio?
Llego a Bogotá, como siempre desde el portal de la 170 hay un hervidero de gente. La indiferencia es total, puedo sentirme cómodo en mi atuendo, ¿A quién le importa un sujeto con una ruana y sombrero viejos? Absolutamente a nadie, nadie se aparta, a nadie le afecta que mi ruana tenga el olor desagradable de la lana guardada, sólo hay que asegurarse un buen lugar en el transmilenio. Por mi parte yo me siento poderoso y digno, pues tengo el sombrero de Adán Botía.
Llego a la ASAB, y la situación alrededor de mí y mi atuendo es absolutamente corriente, es natural que un boyacense esté vestido con ruana y sombrero, así me lo hacen sentir mis compañeros y maestros. Antes de salir estoy  “en mi salsa”,  además Luisa Fernanda se convierte en un apoyo fundamental, todo se presenta claro y posible, somos una pareja de campesinos boyacenses que vamos a vender arepas a la plaza de San Victorino, no hay problema. Pero al traspasar las puertas de la academia inmediatamente siento que hay algo que no fluye en mí, no hay naturalidad en lo que hago, empiezo a reír nerviosamente. Veo cómo Héctor asume su rol de una manera natural, yo trato de cambiar la voz y enfatizar el acento pero me es imposible. Decido permanecer callado, observar y observarme, la espontaneidad no es lo mío, me atieso completamente dentro del traje. Realizar la actividad en grupo permite cierta comodidad, aunque creo que sería más interesante hacerlo solo o con uno o dos compañeros más, soltarse poco a poco, fundirse en el entorno completamente y romper la representación, asumir la experiencia.
Ya en la plaza las cosas cambian, su expansión propicia que el ejercicio sea completamente de observación. Como espacio de permanencia, encuentro y cruce, la plaza de San Victorino se dispone como un lugar vivaz, estridente e impermeable. Me oriento a mirar a mi alrededor, la dinámica es muy sugestiva, la gente que habita y cruza este espacio se integra con la arquitectura, colores y sonidos circundantes. Constato que es un escenario íntegro, no hay improvisación, todo fluye perfectamente. Soy yo quien desentona, soy yo el extraño, el impostor. Pronto rompo la barrera y con Luisa desempeñamos nuestro papel, ofrecemos las arepas a los transeúntes. Comprobamos lo complicado del asunto: ser un vendedor ambulante exige paciencia y otras destrezas. En el intento de interactuar con nuestros posibles clientes verificamos lo que es estar en un espacio que reduce al sujeto a un anonimato derivado de su ubicación en un tejido de roles y representaciones sociales. De alguna manera todos somos importantes y al mismo tiempo nadie es imprescindible, el vendedor de jugos, el rockero, la prostituta, el desempleado de cincuenta años que se sienta a observar, el vendedor de corbata, el turista europeo, el indígena, en fin, todos cumplimos nuestro papel en la función cotidiana del escenario urbano.
Al sentarnos al fondo de la plaza descubro algo, (es como un satori, como una iluminación): Todo es una representación, una copia. Lo que observamos es solamente la superficie maquillada y colorida de un sustrato social en blanco, negro y grises. Como personajes de esa representación pretendemos escoger nuestras galas y colores, pero solo lo hacemos de acuerdo a un proyecto en conjunto. La “iluminación” la puedo comparar con el sentimiento que tuve hace unos años al finalizar la visita a una retrospectiva de Santiago Cárdenas: Después de ver el proceso del pintor, desde los tableros, los paraguas y los ganchos, frente a las últimas series, las de las chorreaduras coloridas de pintura con esos floreros superpuestos, descubrí que la mímesis no era el objeto sino el fondo: ¡La copia, la representación, era la pintura del fondo!  En la plaza de San Victorino aquel sábado en el ejercicio de taller hubo un descubrimiento semejante: Yo, quien era el sujeto superpuesto, el objeto arbitrario y ajeno en un trasfondo auténtico, espontáneo y expresivo, me sentí yo mismo ante un escenario ficticio, el telón era el que estaba diseñado meticulosamente para la representación social. De esta manera me pude fundir en la representación, dejé de ser yo mismo estando en los alpargates de otro.