martes, 13 de mayo de 2014

MEMORIA DESDE LA UTOPÍA

-PATRIMONIO, MEMORIA Y ESPERANZA EN LOS COJINES DEL ZAQUE-




Se debe actuar de modo que la memoria colectiva
 sirva a la liberación y no a la servidumbre de los hombres.

JACQUES LE GOFF, El orden de la memoria.

En la conformación de una concepción social de patrimonio se asocia necesariamente un conflicto ético-cultural, que surge de las consideraciones en torno a la riqueza, es decir, el juicio sobre la naturaleza de lo “verdaderamente” valioso. Situando un comienzo histórico, lo valioso para los españoles que llegaron a estas tierras era lo asociado al oro. En pos de la leyenda de El Dorado, el fin primordial de los conquistadores era catear los cercados, santuarios y lugares ceremoniales para tomar las piezas de oro y esmeraldas. En el vaciamiento de este tipo de riquezas quedó solamente el espacio que lo contenía y así en el desarrollo colonial y republicano de las diferentes concepciones sobre cultura, el patrimonio material e inmaterial mantuvo vigente este sentido de lo valioso, condensándose alegóricamente en la colonia en ricos altares dorados en las iglesias del siglo XVII, pero diluyéndose también en imaginarios y tradiciones orales populares, presentándose como guacas, enterramientos y apariciones mágicas. Es posible afirmar que la riqueza o lo valioso surja de un lugar que ya no existe o que nunca existió, es decir, hablamos de una herencia de la utopía, la cual surge como producto o construcción social de la esperanza.


-PATRIMONIO-

En la actualidad, las lógicas de los marcos legales y las autorizaciones patrimoniales alrededor del consumo cultural requieren una evaluación que implique un análisis de la construcción de sentidos, como también un examen de los conflictos de poder que en esta construcción han intervenido históricamente. Es decir, el relato sobre el patrimonio material más que pretender reafirmar las identidades o servir a una economía de las identidades, debe formularse como proyecto de memoria colectiva que busque hoy en día comprender cómo se han construido históricamente nuestros complejos sistemas de representación, entre ellos la identidad.

La paradoja que representa reunir en un mismo “catálogo” los elementos que en choque violento han construido estos sistemas de representación se ha resuelto desde la necesidad de una valoración y salvaguarda; esto en el catálogo, pero si tratamos de expresiones, saberes y bienes étnicos considerados como de naturaleza inmaterial (de los que se excluyen las corporeidades y los cuerpos como productos de esos saberes o suma de saberes), nos encontramos precisamente con un orden patrimonial que no habla de riqueza sino de exclusión, opacamientos, luchas y violencias, orden que se manifiesta en valores que históricamente han sobrevivido y solamente se toman hoy acogidos por las políticas de una nación comprendida como multicultural, diversa y en diálogo en la cual las hegemonías se diluyen. Se ha tratado de una patrimonialización muy afín a la construcción del estado moderno que en búsqueda de una identidad nacional incluyente trata de homogenizar la pluralidad. La diferencia cultural ha estado presente en las políticas de la administración de la cultura bajo el signo de la exclusión, después ha atendido a criterios esencialistas y ahora, en tanto diferencia, se acepta cuando se la ha domesticado generalmente instrumentalizada con fines económicos. Chaves, Montenegro y Zambrano (2010, 10) citan el ejemplo la patrimonialización de San Basilio de Palenque, que al ser “elevado” a categoría de patrimonio inmaterial de la nación, muestra la incongruencia y el sesgo discriminatorio acentuando la exclusión de las minorías “mediante la paradójica inclusión de sus manifestaciones culturales en un plan especial de salvaguardia que de forma velada busca preservar la marginalidad que la declaratoria y su supuesta expansión de derechos intentan superar”.

En esta parcializada y fragmentada administración histórica del patrimonio, la conservación y gestión de los vestigios prehispánicos tampoco ha tenido una claridad en la conceptualización y configuración social inmanente a ellos. De esta manera el acervo como bien cultural, se presenta completamente desarticulado de las sociedades que por origen son las herederas, las cuales, por lo  general son las primeras en ser excluidas. Esto hace evidente el sesgo cultural que ha sido determinado por la modernidad y pone en relieve la tensión existente entre política, identidad, representaciones sociales y la manera en que se ha asumido la diferencia. Tratamos así con un patrimonio tangible que también hace tangible la asimetría del poder y los sistemas de representación históricos que reproducen la diferencia histórica, al hacerlo se constituyen también en una negación de la identidad, presentándose solamente como bienes de un pasado perdido.

En el caso de Tunja  no ha habido un interés en comprender la herencia patrimonial precolombina como conjunto fundamentado sobre el acervo muisca y mucho menos en tener en cuenta que la mayoría de la población lleva en su sangre y en sus genes esta herencia. Tunja se estableció como ciudad colonial sobre la Hunza indígena, construyéndose mediante los parámetros de la ciudad castellana casi como un “trasplante peninsular”, con el ordenamiento urbano en ortogonal alrededor de una plaza central bajo el eje simbólico de la iglesia, teniendo en cuenta las fuentes de agua y el orden geográfico para la configuración jerárquica que  relegó a la periferia a la numerosa población indígena. No se tiene en cuenta que estos naturales, como base de la pirámide social, servían y abastecían a la naciente ciudad española, albergue de los “más distinguidos” conquistadores que acompañaron al noble fundador de la ciudad, el capitán Gonzalo Suárez Rendón, a colonizar estas tierras con el objetivo de su civilización. Ulises Rojas en el prólogo de su libro Escudos de armas e inscripciones antiguas de la ciudad de Tunja, resume “En menos de tres cuartos de siglo, Tunja es ya una hermosa ciudad con 432 casas; con diez templos que guardan altares ricamente tallados y dorados; con fuentes de agua para todos los sectores urbanos; con calles admirablemente trazadas y empedradas, todo lo cual demuestra de modo preciso el espíritu público, la cultura y dinamismo de sus fundadores y de sus primeros hijos” (Rojas, 1939:7).
Este historiador boyacense, realiza en el mismo libro una ligera alusión, sólo como ilustración o dato complementario, a la importancia de la población indígena en la construcción de la ciudad, alusión que denota en su pensamiento la influencia modernista de renovación e instauración civilizadora:
“A finales del siglo XVI, la ciudad es una inmensa fábrica, todas las canteras están en explotación, de los cercanos bosques se transportan grandes maderas en miles de espaldas nativas; hornos inmensos de calcinar tejas lanzan al espacio gruesos chorros de humo; miles de indígenas con grandes pisones aprietan con afán la tierra húmeda de las anchas paredes; carpinteros, herreros, canteros, albañiles, todos trabajan doce horas al día; nadie permanece ocioso; los más ricos vigilan con asiduidad continua a sus obreros a que no pierdan un momento, y los pobres y los trabajadores a jornal, los indios y los esclavos, riegan con el sudor de sus frentes la tierra que convertida en muros desafiará a los siglos. Sólo las tinieblas de la noche apagan el ruido de la ciudad en fábrica” (Rojas, 1939:8).
Ya instalada la ciudad a modo de fortín feudal, engalanada con títulos y escudo de armas de alta significación heráldica, otorgados por el mismo  rey español Carlos V, Tunja albergaba nobles castellanos enriquecidos a expensas del trabajo de los indios de sus encomiendas, conquistadores que como caballeros medievales  “solo muy de tarde en tarde descuelgan las viejas rodelas y se limpian las cotas y armaduras para hacer alarde de fuerza contra alguna tribu lejana, porque los Aquimines ya no existen….” (Rojas, 1939:8).  Esta metonimia alude también a la supresión de la memoria del adversario sometido y ahora con su enunciación el historiador mestizo -como el conquistador-, acomoda un nuevo relato reconfigurando una identidad de la sumisión. Es un ejemplo de la selectiva producción y silenciamiento de registros sobre lo indígena que desde la colonia han definido los relatos políticos y sociales, en los cuales, excluidos del tejido social, los indígenas sólo entraron en la sociedad al ganar otro tipo de categoría o al perder su cultura original convirtiéndose en obreros mestizos o campesinos. “En pocas palabras, la adscripción de lo indio a un territorio definido jurídicamente como indio ha hecho una larga carrera. Así, desde hace varios siglos se ha ubicado  lo indígena en las antípodas de lo urbano”. (Zambrano, 2004: 57)
Frente a la incompatibilidad de identidad, herencia y territorio, la ciudad construida sobre la otra ciudad conforma también una superposición cultural donde los vestigios se ubican en el mapa sólo como eso, como convención borrosa de un pasado rebasado. Los orígenes culturales y las implicaciones sociales de estos también se toman como una arqueología, en tanto disciplina moderna y modernizante que se construye sobre la negación o el silenciamiento de otras voces históricas (Díaz, 2002: 290). De este modo el sentido de pertenencia espacial y cultural se pierde, en primera lugar la expropiación, luego la marginación y posteriormente la organización política del territorio en donde cada quien es ubicado de acuerdo a una escala jerárquica. Es posible afirmar que  la patrimonialización y  los usos políticos del patrimonio conforman una nueva escala en este desplazamiento del individuo y su comunidad generando un desarraigo completo. Tal es el caso en Tunja del lugar conocido popularmente como “Los Cojines del diablo”, el cual posee una historia perdida en unos orígenes inciertos, relacionado por la tradición oral como lugar ceremonial de los muiscas de la Hunza prehispánica pero que en la actualidad está circunscrito a barrios deprimidos donde crecen las pandillas y la delincuencia. Y en contraste, pero manteniendo la misma lógica de desarraigo y falta de sentido de pertenencia original, se puede señalar el Claustro de San Agustín, espacio domesticado, regulado y proclamado actualmente como lugar patrimonial por excelencia (el cual, asentado en el cercado del zaque Quemuenchatocha, pasó de monasterio colonial a hospital, luego a cárcel, en el siglo XX a ruinas y ahora, recinto del área cultural del Banco de la República en Tunja. Jerarquización del centro a la periferia, en primer plano una sede de la cultura institucional y en la antípoda lo que hay que esconder la ciudad, donde crece el crimen y donde viven los parias de la sociedad: obreros, vendedores ambulantes, empleadas del servicio, delincuentes y reinsertados de grupos al margen de la ley.
“Sabemos también que entonces, como hoy, su permanencia en la urbe causó incomodidades y polémicas. La presencia india (en las ciudades españolas de la Nueva Granada) contravenía el ordenamiento jurídico de la sociedad colonial, el cual buscaba la separación de las dos repúblicas que a sus ojos la constituían: la de los españoles y la de los indios. Sin embargo la marcha misma de la ciudad impedía tal separación, puesto que sobre el trabajo indio recaía su supervivencia. Indígenas eran las manos que laboraban en las obras públicas, así como eran indígenas las que servían en labores domésticas y artesanales de la ciudad en los siglos XVI y XVII” (Zambrano, 2004: 56)

-MEMORIA-
Retomando lo mencionado alrededor de la expropiación, la marginación y el desarraigo, vale la pena preguntarse qué clase de memoria puede desprenderse de este territorio y de las huellas del pasado manifiestas en estos lugares patrimoniales. A la desterritorialización en la construcción de fronteras de las desigualdades, debe sumarse la reproducción de los modelos hegemónicos en el mestizaje y blanqueamiento de sangre, el cosmopolitismo masivo en la actualidad derivado de la colonización mediática y su consecuente homogenización sustitutiva.  Por un lado se hace evidente que se trata de una disputa social de la memoria, la construcción de una(s) imagen(es) a partir del opacamiento de otra(s). Sin embargo, la disputa en apariencia solucionada en la configuración de identidades híbridas  también hace evidente la conformación heterogénea: en el  ocultamiento la presencia a esconder se hace aún más fuerte, hay una conformación de identidades reactivas, evasivas y de resistencia, afirmadas sobre la base de la desestabilidad social, cultural y económica. La ubicación de “los cojines” en el mapa de los sitios históricos y de interés turístico y su constatación en la realidad del abandono, de la falta de vías de acceso, de una clara información, que no decir de los peligros que puede exponerse el turista desprevenido que visita el lugar que permanece sucio, desquebrajado y sin vigilancia, salta a la vista aquello que se ha segregado y ocultado. Mientras tanto los vecinos ven con sospecha el lugar que atrae intrusos: políticos en campaña para alzar su voz en la proclamación de promesas de asistencia a la comunidad, investigadores que merodean efectuando encuestas y proponiendo proyectos sociales, pero en cuanto llegan, se van mientras en lo cotidiano el lugar es un escondedero de delincuentes y drogadictos. La difundida máxima de que nadie defiende lo que no conoce se hace aquí palpable, el desconocimiento en este caso es hacia la propia base cultural. Los cojines son unas piedras que se toman como disculpa para circunscribir una imagen del sector de la ciudad: siguen siendo del diablo.
Constanza Cuevas situando el tema de la memoria social dentro del pensamiento crítico, con su tesis doctoral  Recuperación colectiva de la historia, memoria social y pensamiento crítico. (Cuevas, 2008), ofrece un aporte epistemológico y metodológico con su propuesta de la “auto-indagación en la memoria colectiva” y la “memoria del desprendimiento”. La autora efectúa un cuestionamiento al impacto que desde la colonialidad se ha producido en los distintos órdenes del poder, del saber y del ser para ofrecernos  una investigación en memoria social por fuera de los paradigmas modernos excluyentes (los cuales llevan implícitas la subalternización e invisibilización),  en busca de una memoria que vaya más allá de identidades basadas en la reivindicación de la autenticidad y la esencia y que tenga en cuenta que esta puede ser cambiante, contradictoria y relacional.
Con la “autoindagación en la memoria colectiva”, se plantea una derivación hacia un análisis en torno a la unidad de las categorías sujeto/espacio y cuerpo/lugar como referentes fundamentales de la memoria social. Como investigación social se plantea como una alternativa decolonial que a partir de la “memoria del desprendimiento” propenda por crear posibilidades de distinto tipo, en especial epistémicas, que hagan frente al modelo totalizante creado por la modernidad eurocéntrica.
La conformación de una “epistemología local”, como necesidad de construir conocimiento desde la propia lógica de las comunidades, debe considerar  “al menos tres aspectos fundamentales: la herencia de la historia, la estructura de la lengua y la vivencia de la cultura” (Cuevas, 2008: 235). La categoría de “epistemología local” emerge de la conjunción entre estos tres aspectos, y  plantea la necesidad de incorporar en todo proceso de reconstrucción colectiva de la historia, las propias “lógicas de mentalidad” que las comunidades y grupos sociales poseen. Lógicas de mentalidad que al estar presentes en la memoria colectiva, nos aproximan a las múltiples interpretaciones que un pueblo logra desarrollar acerca de los contenidos de su pasado y del sentido de su presente. La indagación de una propias “lógicas de mentalidad” debe tener en cuenta su relación entre la permanencia y el cambio. “Esto significa una relación entre lo constitutivo y lo esencial, en donde la memoria colectiva se transmite y actualiza permanentemente en la vida cotidiana” (Cuevas, 2008: 237). De este modo las comunidades se constituyen en “sujeto-objeto” en tanto se investigan a sí mismas, “en “fuente” en tanto que se parte de la indagación de su memoria colectiva; y finalmente en “método” al investigarse desde su propia lógica de conocimiento” (Cuevas, 2008: 240).

La implementación y agenciamiento de proyectos de diversos órdenes que lleven implícita la recuperación de la memoria social pueden establecer puentes entre las comunidades y sus legados y lugares de valor ancestral (proyectos que vayan más allá de las lógicas actuales de la patrimonialización oficial). Sin atender a criterios esencialistas sobre la identidad, al tener en cuenta que los individuos y las comunidades cuentan con un tiempo y una noción de lugar cambiantes, contradictorios y relacionales, es posible efectuar una indagación que esclarezca nuevas posibilidades significativas en la compleja relación de memoria, identidad y cultura.


-ESPERANZA-

Ya por fuera de los marcos desalentadores, mismos que obligan a centrarse en la erosión identitaria, podemos mencionar que existen apropiaciones del patrimonio en donde los sujetos intervienen y hacen de este una compleja red de significaciones y negociaciones sobre sus redes sociales y las de otros. Es importante mencionar que dentro del universo mágico de las comunidades locales existe una apropiación simbólica del territorio mimetizada en un  reencantamiento del paisaje. La importancia se justifica por su omnipresencia en la tradición oral más asociada al pasado originario (indígena) y por tanto a una conexión con el pasado, manifestada en el arraigo y apropiación territorial por parte de las comunidades, fundamento esencial de cualquier proyecto en el ámbito mencionado. Las culturas originarias, históricamente aplastadas pero vigentes en el imaginario de los pueblos, tienen una potencia digna de atención. Las pervivencias se manifiestan –así sea de manera difusa- en relación con otras culturas más determinantes como la religiosa, presente en el imaginario moralista y restrictivo del catolicismo o la cultura moderna, ligada al marco ético de inclusión social  que suponen las condiciones de vida en la sociedad actual. Dentro de este conflicto ético-cultural, fluyen los mitos en torno a los tesoros escondidos, las guacas, los tunjos o muñecos de oro que se presentan a algún pariente afortunado en las cárcavas en días de mucha luz y mucha lluvia. Podemos considerar la revisión de estos “imaginarios de las presencias mágicas” como propuesta para la reconstrucción de la utopía social, como búsqueda y producto de la esperanza que, también está a la espera de encontrar -a través de la recuperación colectiva de la memoria en las redes ocultas de la tradición oral-, un espacio de construcción del territorio y dignificación del patrimonio.



BIBLIOGRAFÍA:

Cuevas, Constanza. (2008). Recuperación colectica de la historia, memoria social y pensamiento crítico. Tesis para optar al título de doctorado. Universidad Andina Simón Bolívar sede Ecuador. Doctorado en Estudios Culturales Latinoaméricanos.

Chaves Margarita, Montenegro Mauricio y Marta Zambrano. (2010). “Mercado, consumo y patrimonialización cultural”, en Revista colombiana de antropología Volúmen 46 (I)

Diaz, Zamira. (2002). Reseña. Historias de la memoria hegemónica y disidente. Cristobal Gnecco y Marta Zambrano.

Ganduglia, Nestor. (2004). Una aproximación a la subjetividad boyacense. Signo Latinoamérica.

Le Goff, Jacques. (1991). El orden de la memoria: El tiempo como imaginario. Barcelona. Paidós.

Martín-Barbero, Jesús. (2010). “Mutaciones culturales y estética de la política”. En Revista de Estudios Sociales No. 35

Rojas, Ulises. (1939). Escudos de armas e inscripciones antiguas de la ciudad de Tunja.  Tunja. Imprenta departamental.

Zambrano, Marta. (2004) “Memoria y olvido en la presencia y ausencia de indígenas en Santa Fe de Bogotá”. En Desde el jardín de Freud. Num 4.