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San Victorino, octubre de 2012 |
Aproximación a un
relato de experiencia fenomenológica
Octubre de 2012
El ejercicio
de meterse en los zapatos de otro con el objetivo de “palpar los cauces de otra
subjetividad”, en un primer momento se presenta como algo alejado de mi
experiencia. De antemano asumo que estoy muy encerrado en la imagen y
representación que he hecho de mí mismo y en lo que creo que soy como
apariencia que proyecto hacia los demás.
Frente a la necesidad de realizar una experiencia
significativa y enriquecedora, decido no “disfrazarme”, mi intención es realmente
asumir tras el vestido, la identidad de alguien real, de este modo decido vestirme
de alguien subvalorado socialmente. Recuerdo en el día de la clase de taller
cuando dialogábamos sobre el ejercicio que íbamos a realizar en la plaza de San
Victorino, Dilma accidentalmente hizo caer un recipiente con jugo. Un aseador
de la ASAB entró al salón con su trapero para limpiar, lo observé con detenimiento:
dentro de su overall de dotación institucional su actitud era la de alguien humillado y
subvalorado. En ese instante pensé: “el ejercicio debería realizarse con una
persona así, ser drástico y ponerse en los zapatos de otro, realmente OTRO, y
sobre todo, una persona que está al lado de uno en su cotidianidad, ese “otro”
tan retórico en nuestras conversaciones académicas.
Al sábado siguiente con mis compañeros de taller, a la hora
del almuerzo dialogamos sobre el ejercicio, comento lo que pensé en el momento
que me detuve al observar al aseador de la ASAB. Luisa Fernanda es de mi
parecer, coincidimos en que el objetivo del ejercicio sería más provechoso si
asumimos una investidura real de alguien subvalorado. Decidimos “investirnos”
de una pareja de campesinos y vender arepas; al asumir un rol le agregábamos
también el cumplimiento de una labor complicada dentro de la trama social
urbana.
Para mí no fue difícil conseguir los aditamentos, siendo
algo muy cercano a mi cotidianidad, sin embargo, me doy cuenta cómo en la
realidad hay un juicio generalizado (por supuesto me incluyo), por la vestidura
de alguien. Dentro del discurso de la identidad boyacense siempre se menciona a
la ruana y al sombrero campesino como emblemas de identidad, pero en la realidad
esas prendas son vistas con ojos clasistas, hay una clara subordinación de
quien las viste; a este se le determina como el pobre o el “campeche”. La sociedad de Tunja
y en general la del altiplano cundiboyacense ha heredado de los criollos
arribistas coloniales un elitismo malsano y ridículo, pues a lo largo de la
historia la instauración de clases sociales se ha desenvuelto a través de
recorridos que ya poco tienen que ver con apellidos de abolengo español. Poseo
una ruana raptada por propiedad atávica, es una ruana que permanecía sobre la
mesa de la plancha en la casa de mis padres, decidí apropiármela, hoy la
conservo como reliquia.
Tunja, seguramente por su clima frio ha sido lugar de
tejidos desde tiempos precolombinos. Aquí se tejían excelentes mantas, las
cuales valían más que el oro. Con la imposición española los telares indígenas
se relegaron, sin embargo en la colonia se desarrolló la producción de paños,
la cual abastecía la demanda de toda la zona; dicha producción se promovió y en
el siglo XIX, ya en la época republicana, Tunja era potencia textil en el país.
Con la apertura de mercados de ese siglo se comenzó a importar paños ingleses,
lo cual suscitó la quiebra de las fábricas locales. En esa época se impuso el
tejido de lana de oveja para mantas y ruanas, las mujeres de clase usaban
coloridas mantillas de diseño español, mientras las pobres usaban la mantilla de
color negro solamente los domingos. Esto lo afirmo a partir del recuerdo de
conversaciones con personas mayores. Cuando era niño yo mismo veía a aquellas
señoras beatas y rezanderas envueltas en sus mantillas negras, entrar y salir
de las iglesias, ahora pienso cómo es que aún se conserva la costumbre de la “pinta
dominguera”, sobre todo en Tunja, que albergando una población muy católica aún
en los domingos por la mañana la mayoría de la gente acude a la misa con sus
atavíos más elegantes.
Ya tenía lista la ruana, necesitaba el sombrero, recordé los
sombreros de Adán Botía.
Adán Botía es una persona muy admirada por todos los que lo
tratamos. Lo conocí a través de un amigo quien me llevó a su maravillosa casa de
tapia pisada en Cusagüí, corregimiento de La Uvita, municipio que está más o
menos a seis horas de Tunja en el norte de Boyacá. Adán Botía es genio o por lo
menos superdotado, hoy debe superar los ochenta años. Siendo muy humilde y
sencillo, tiene la apariencia de cualquier campesino, pero rápidamente salta a
la vista su eminencia, es vivaz, excelente conversador, buen cocinero, cuida
sus animales y sus cultivos. Él es el médico de la zona, se sabe que cuando
prestó el servicio militar tuvo que trabajar
en la enfermería, allá adquirió la solvencia y facultad para tratar
enfermedades. Pero eso no es todo, él anda al tanto de los avances de la
ciencia en general y puede establecer una conversación profunda sobre cualquier
tema. ¿Cuáles son las fuentes de su acervo? Debe leer mucho, seguramente está
suscrito a revistas especializadas, además escucha radio en onda corta, eso lo supimos
cuando verificamos la antena hecha por él mismo para su viejo radio. En fin,
este relato no se trata de Adán Botía, pero su rememoración me hace decidir que
lo voy a visitar en diciembre apenas terminemos las clases de la maestría.
Cuando íbamos a visitarlo siempre nos traíamos reliquias (tenía un cuarto de su
casa lleno de trebejos, estribos de cobre, pistolas antiguas, herramientas,
gallinas, gatos y por su puesto sombreros). Todos queríamos un sombrero de
Adán, por respeto nunca abusamos de su desprendimiento y los únicos que
heredaron sombrero fueron Álvaro José y “El Paipa”. Aún Álvaro José guarda las
canas en el sombrero y verifica que permanezcan en él, así use el sombrero
diariamente. El Paipa fue más tímido y en una visita se conformó con el
sombrero más viejo que había, aunque Adán le ofreció el mismo que tenía puesto.
“El Paipa” me prestó el sombrero para realizar mi ejercicio en San Victorino, también
me prestó las alpargatas y la mochila de
fique hecha con el mismo diseño de los U-wa, compradas en el mismo Cusagüí.
Al salir del taller de “El Paipa”, después de recordar las
anécdotas vividas con Adán Botía, decido ponerme el sombrero, que está viejo,
roto, me gusta porque está lleno de la energía de su legítimo dueño. Salgo
rumbo al centro a conseguir las arepas boyacenses, en el trayecto comienzo mi
auto-observación. El ejercicio de centrar la mirada en mí mismo es un poco
complejo, siento el desfase entre la
auto-representación y el usar una prenda
que no es mía, pronto me doy cuenta que precisamente es la mirada hacia mí
mismo lo que hace que me sienta extraño, pues nadie me mira, compruebo mi
paranoia. Me encuentro con un estudiante que me invita a una fiesta. Está más
efusivo que de costumbre… ¿Será por el poder
de mi sombrero?
Salgo a las 4:00 a.m. investido de campesino vendedor de
arepas, rumbo para Bogotá. La ruana es perfecta para el frio, el sombrero va en
su lugar, la cabeza. En el terminal de
Tunja los ayudantes que corren a abrirme la puerta para auxiliarme con mis
maletas en busca de una propina, rápidamente se apartan. ¿Será que un ensombrerado
y enruanado no puede ofrecerles una moneda por su servicio?
Llego a Bogotá, como siempre desde el portal de la 170 hay
un hervidero de gente. La indiferencia es total, puedo sentirme cómodo en mi
atuendo, ¿A quién le importa un sujeto con una ruana y sombrero viejos? Absolutamente
a nadie, nadie se aparta, a nadie le afecta que mi ruana tenga el olor
desagradable de la lana guardada, sólo hay que asegurarse un buen lugar en el
transmilenio. Por mi parte yo me siento poderoso y digno, pues tengo el
sombrero de Adán Botía.
Llego a la ASAB, y la situación alrededor de mí y mi atuendo
es absolutamente corriente, es natural que un boyacense esté vestido con ruana
y sombrero, así me lo hacen sentir mis compañeros y maestros. Antes de salir
estoy “en mi salsa”, además Luisa Fernanda se convierte en un apoyo
fundamental, todo se presenta claro y posible, somos una pareja de campesinos
boyacenses que vamos a vender arepas a la plaza de San Victorino, no hay
problema. Pero al traspasar las puertas de la academia inmediatamente siento
que hay algo que no fluye en mí, no hay naturalidad en lo que hago, empiezo a
reír nerviosamente. Veo cómo Héctor asume su rol de una manera natural, yo
trato de cambiar la voz y enfatizar el acento pero me es imposible. Decido
permanecer callado, observar y observarme, la espontaneidad no es lo mío, me
atieso completamente dentro del traje. Realizar la actividad en grupo permite
cierta comodidad, aunque creo que sería más interesante hacerlo solo o con uno
o dos compañeros más, soltarse poco a poco, fundirse en el entorno
completamente y romper la representación, asumir la experiencia.
Ya en la plaza las cosas cambian, su expansión propicia que
el ejercicio sea completamente de observación. Como espacio de permanencia,
encuentro y cruce, la plaza de San Victorino se dispone como un lugar vivaz,
estridente e impermeable. Me oriento a mirar a mi alrededor, la dinámica es muy
sugestiva, la gente que habita y cruza este espacio se integra con la
arquitectura, colores y sonidos circundantes. Constato que es un escenario íntegro,
no hay improvisación, todo fluye perfectamente. Soy yo quien desentona, soy yo
el extraño, el impostor. Pronto rompo la barrera y con Luisa desempeñamos nuestro
papel, ofrecemos las arepas a los transeúntes. Comprobamos lo complicado del
asunto: ser un vendedor ambulante exige paciencia y otras destrezas. En el
intento de interactuar con nuestros posibles clientes verificamos lo que es
estar en un espacio que reduce al sujeto a un anonimato derivado de su ubicación
en un tejido de roles y representaciones sociales. De alguna manera todos somos
importantes y al mismo tiempo nadie es imprescindible, el vendedor de jugos, el
rockero, la prostituta, el desempleado de cincuenta años que se sienta a
observar, el vendedor de corbata, el turista europeo, el indígena, en fin,
todos cumplimos nuestro papel en la función cotidiana del escenario urbano.
Al sentarnos al fondo de la plaza descubro algo, (es como un
satori, como una iluminación): Todo es una representación, una copia. Lo que
observamos es solamente la superficie maquillada y colorida de un sustrato social
en blanco, negro y grises. Como personajes de esa representación pretendemos
escoger nuestras galas y colores, pero solo lo hacemos de acuerdo a un proyecto
en conjunto. La “iluminación” la puedo comparar con el sentimiento que tuve
hace unos años al finalizar la visita a una retrospectiva de Santiago Cárdenas:
Después de ver el proceso del pintor, desde los tableros, los paraguas y los
ganchos, frente a las últimas series, las de las chorreaduras coloridas de
pintura con esos floreros superpuestos, descubrí que la mímesis no era el
objeto sino el fondo: ¡La copia, la representación, era la pintura del fondo! En la plaza de San Victorino aquel sábado en
el ejercicio de taller hubo un descubrimiento semejante: Yo, quien era el
sujeto superpuesto, el objeto arbitrario y ajeno en un trasfondo auténtico,
espontáneo y expresivo, me sentí yo mismo ante un escenario ficticio, el telón
era el que estaba diseñado meticulosamente para la representación social. De
esta manera me pude fundir en la representación, dejé de ser yo mismo estando
en los alpargates de otro.