martes, 13 de mayo de 2014

MEMORIA DESDE LA UTOPÍA

-PATRIMONIO, MEMORIA Y ESPERANZA EN LOS COJINES DEL ZAQUE-




Se debe actuar de modo que la memoria colectiva
 sirva a la liberación y no a la servidumbre de los hombres.

JACQUES LE GOFF, El orden de la memoria.

En la conformación de una concepción social de patrimonio se asocia necesariamente un conflicto ético-cultural, que surge de las consideraciones en torno a la riqueza, es decir, el juicio sobre la naturaleza de lo “verdaderamente” valioso. Situando un comienzo histórico, lo valioso para los españoles que llegaron a estas tierras era lo asociado al oro. En pos de la leyenda de El Dorado, el fin primordial de los conquistadores era catear los cercados, santuarios y lugares ceremoniales para tomar las piezas de oro y esmeraldas. En el vaciamiento de este tipo de riquezas quedó solamente el espacio que lo contenía y así en el desarrollo colonial y republicano de las diferentes concepciones sobre cultura, el patrimonio material e inmaterial mantuvo vigente este sentido de lo valioso, condensándose alegóricamente en la colonia en ricos altares dorados en las iglesias del siglo XVII, pero diluyéndose también en imaginarios y tradiciones orales populares, presentándose como guacas, enterramientos y apariciones mágicas. Es posible afirmar que la riqueza o lo valioso surja de un lugar que ya no existe o que nunca existió, es decir, hablamos de una herencia de la utopía, la cual surge como producto o construcción social de la esperanza.


-PATRIMONIO-

En la actualidad, las lógicas de los marcos legales y las autorizaciones patrimoniales alrededor del consumo cultural requieren una evaluación que implique un análisis de la construcción de sentidos, como también un examen de los conflictos de poder que en esta construcción han intervenido históricamente. Es decir, el relato sobre el patrimonio material más que pretender reafirmar las identidades o servir a una economía de las identidades, debe formularse como proyecto de memoria colectiva que busque hoy en día comprender cómo se han construido históricamente nuestros complejos sistemas de representación, entre ellos la identidad.

La paradoja que representa reunir en un mismo “catálogo” los elementos que en choque violento han construido estos sistemas de representación se ha resuelto desde la necesidad de una valoración y salvaguarda; esto en el catálogo, pero si tratamos de expresiones, saberes y bienes étnicos considerados como de naturaleza inmaterial (de los que se excluyen las corporeidades y los cuerpos como productos de esos saberes o suma de saberes), nos encontramos precisamente con un orden patrimonial que no habla de riqueza sino de exclusión, opacamientos, luchas y violencias, orden que se manifiesta en valores que históricamente han sobrevivido y solamente se toman hoy acogidos por las políticas de una nación comprendida como multicultural, diversa y en diálogo en la cual las hegemonías se diluyen. Se ha tratado de una patrimonialización muy afín a la construcción del estado moderno que en búsqueda de una identidad nacional incluyente trata de homogenizar la pluralidad. La diferencia cultural ha estado presente en las políticas de la administración de la cultura bajo el signo de la exclusión, después ha atendido a criterios esencialistas y ahora, en tanto diferencia, se acepta cuando se la ha domesticado generalmente instrumentalizada con fines económicos. Chaves, Montenegro y Zambrano (2010, 10) citan el ejemplo la patrimonialización de San Basilio de Palenque, que al ser “elevado” a categoría de patrimonio inmaterial de la nación, muestra la incongruencia y el sesgo discriminatorio acentuando la exclusión de las minorías “mediante la paradójica inclusión de sus manifestaciones culturales en un plan especial de salvaguardia que de forma velada busca preservar la marginalidad que la declaratoria y su supuesta expansión de derechos intentan superar”.

En esta parcializada y fragmentada administración histórica del patrimonio, la conservación y gestión de los vestigios prehispánicos tampoco ha tenido una claridad en la conceptualización y configuración social inmanente a ellos. De esta manera el acervo como bien cultural, se presenta completamente desarticulado de las sociedades que por origen son las herederas, las cuales, por lo  general son las primeras en ser excluidas. Esto hace evidente el sesgo cultural que ha sido determinado por la modernidad y pone en relieve la tensión existente entre política, identidad, representaciones sociales y la manera en que se ha asumido la diferencia. Tratamos así con un patrimonio tangible que también hace tangible la asimetría del poder y los sistemas de representación históricos que reproducen la diferencia histórica, al hacerlo se constituyen también en una negación de la identidad, presentándose solamente como bienes de un pasado perdido.

En el caso de Tunja  no ha habido un interés en comprender la herencia patrimonial precolombina como conjunto fundamentado sobre el acervo muisca y mucho menos en tener en cuenta que la mayoría de la población lleva en su sangre y en sus genes esta herencia. Tunja se estableció como ciudad colonial sobre la Hunza indígena, construyéndose mediante los parámetros de la ciudad castellana casi como un “trasplante peninsular”, con el ordenamiento urbano en ortogonal alrededor de una plaza central bajo el eje simbólico de la iglesia, teniendo en cuenta las fuentes de agua y el orden geográfico para la configuración jerárquica que  relegó a la periferia a la numerosa población indígena. No se tiene en cuenta que estos naturales, como base de la pirámide social, servían y abastecían a la naciente ciudad española, albergue de los “más distinguidos” conquistadores que acompañaron al noble fundador de la ciudad, el capitán Gonzalo Suárez Rendón, a colonizar estas tierras con el objetivo de su civilización. Ulises Rojas en el prólogo de su libro Escudos de armas e inscripciones antiguas de la ciudad de Tunja, resume “En menos de tres cuartos de siglo, Tunja es ya una hermosa ciudad con 432 casas; con diez templos que guardan altares ricamente tallados y dorados; con fuentes de agua para todos los sectores urbanos; con calles admirablemente trazadas y empedradas, todo lo cual demuestra de modo preciso el espíritu público, la cultura y dinamismo de sus fundadores y de sus primeros hijos” (Rojas, 1939:7).
Este historiador boyacense, realiza en el mismo libro una ligera alusión, sólo como ilustración o dato complementario, a la importancia de la población indígena en la construcción de la ciudad, alusión que denota en su pensamiento la influencia modernista de renovación e instauración civilizadora:
“A finales del siglo XVI, la ciudad es una inmensa fábrica, todas las canteras están en explotación, de los cercanos bosques se transportan grandes maderas en miles de espaldas nativas; hornos inmensos de calcinar tejas lanzan al espacio gruesos chorros de humo; miles de indígenas con grandes pisones aprietan con afán la tierra húmeda de las anchas paredes; carpinteros, herreros, canteros, albañiles, todos trabajan doce horas al día; nadie permanece ocioso; los más ricos vigilan con asiduidad continua a sus obreros a que no pierdan un momento, y los pobres y los trabajadores a jornal, los indios y los esclavos, riegan con el sudor de sus frentes la tierra que convertida en muros desafiará a los siglos. Sólo las tinieblas de la noche apagan el ruido de la ciudad en fábrica” (Rojas, 1939:8).
Ya instalada la ciudad a modo de fortín feudal, engalanada con títulos y escudo de armas de alta significación heráldica, otorgados por el mismo  rey español Carlos V, Tunja albergaba nobles castellanos enriquecidos a expensas del trabajo de los indios de sus encomiendas, conquistadores que como caballeros medievales  “solo muy de tarde en tarde descuelgan las viejas rodelas y se limpian las cotas y armaduras para hacer alarde de fuerza contra alguna tribu lejana, porque los Aquimines ya no existen….” (Rojas, 1939:8).  Esta metonimia alude también a la supresión de la memoria del adversario sometido y ahora con su enunciación el historiador mestizo -como el conquistador-, acomoda un nuevo relato reconfigurando una identidad de la sumisión. Es un ejemplo de la selectiva producción y silenciamiento de registros sobre lo indígena que desde la colonia han definido los relatos políticos y sociales, en los cuales, excluidos del tejido social, los indígenas sólo entraron en la sociedad al ganar otro tipo de categoría o al perder su cultura original convirtiéndose en obreros mestizos o campesinos. “En pocas palabras, la adscripción de lo indio a un territorio definido jurídicamente como indio ha hecho una larga carrera. Así, desde hace varios siglos se ha ubicado  lo indígena en las antípodas de lo urbano”. (Zambrano, 2004: 57)
Frente a la incompatibilidad de identidad, herencia y territorio, la ciudad construida sobre la otra ciudad conforma también una superposición cultural donde los vestigios se ubican en el mapa sólo como eso, como convención borrosa de un pasado rebasado. Los orígenes culturales y las implicaciones sociales de estos también se toman como una arqueología, en tanto disciplina moderna y modernizante que se construye sobre la negación o el silenciamiento de otras voces históricas (Díaz, 2002: 290). De este modo el sentido de pertenencia espacial y cultural se pierde, en primera lugar la expropiación, luego la marginación y posteriormente la organización política del territorio en donde cada quien es ubicado de acuerdo a una escala jerárquica. Es posible afirmar que  la patrimonialización y  los usos políticos del patrimonio conforman una nueva escala en este desplazamiento del individuo y su comunidad generando un desarraigo completo. Tal es el caso en Tunja del lugar conocido popularmente como “Los Cojines del diablo”, el cual posee una historia perdida en unos orígenes inciertos, relacionado por la tradición oral como lugar ceremonial de los muiscas de la Hunza prehispánica pero que en la actualidad está circunscrito a barrios deprimidos donde crecen las pandillas y la delincuencia. Y en contraste, pero manteniendo la misma lógica de desarraigo y falta de sentido de pertenencia original, se puede señalar el Claustro de San Agustín, espacio domesticado, regulado y proclamado actualmente como lugar patrimonial por excelencia (el cual, asentado en el cercado del zaque Quemuenchatocha, pasó de monasterio colonial a hospital, luego a cárcel, en el siglo XX a ruinas y ahora, recinto del área cultural del Banco de la República en Tunja. Jerarquización del centro a la periferia, en primer plano una sede de la cultura institucional y en la antípoda lo que hay que esconder la ciudad, donde crece el crimen y donde viven los parias de la sociedad: obreros, vendedores ambulantes, empleadas del servicio, delincuentes y reinsertados de grupos al margen de la ley.
“Sabemos también que entonces, como hoy, su permanencia en la urbe causó incomodidades y polémicas. La presencia india (en las ciudades españolas de la Nueva Granada) contravenía el ordenamiento jurídico de la sociedad colonial, el cual buscaba la separación de las dos repúblicas que a sus ojos la constituían: la de los españoles y la de los indios. Sin embargo la marcha misma de la ciudad impedía tal separación, puesto que sobre el trabajo indio recaía su supervivencia. Indígenas eran las manos que laboraban en las obras públicas, así como eran indígenas las que servían en labores domésticas y artesanales de la ciudad en los siglos XVI y XVII” (Zambrano, 2004: 56)

-MEMORIA-
Retomando lo mencionado alrededor de la expropiación, la marginación y el desarraigo, vale la pena preguntarse qué clase de memoria puede desprenderse de este territorio y de las huellas del pasado manifiestas en estos lugares patrimoniales. A la desterritorialización en la construcción de fronteras de las desigualdades, debe sumarse la reproducción de los modelos hegemónicos en el mestizaje y blanqueamiento de sangre, el cosmopolitismo masivo en la actualidad derivado de la colonización mediática y su consecuente homogenización sustitutiva.  Por un lado se hace evidente que se trata de una disputa social de la memoria, la construcción de una(s) imagen(es) a partir del opacamiento de otra(s). Sin embargo, la disputa en apariencia solucionada en la configuración de identidades híbridas  también hace evidente la conformación heterogénea: en el  ocultamiento la presencia a esconder se hace aún más fuerte, hay una conformación de identidades reactivas, evasivas y de resistencia, afirmadas sobre la base de la desestabilidad social, cultural y económica. La ubicación de “los cojines” en el mapa de los sitios históricos y de interés turístico y su constatación en la realidad del abandono, de la falta de vías de acceso, de una clara información, que no decir de los peligros que puede exponerse el turista desprevenido que visita el lugar que permanece sucio, desquebrajado y sin vigilancia, salta a la vista aquello que se ha segregado y ocultado. Mientras tanto los vecinos ven con sospecha el lugar que atrae intrusos: políticos en campaña para alzar su voz en la proclamación de promesas de asistencia a la comunidad, investigadores que merodean efectuando encuestas y proponiendo proyectos sociales, pero en cuanto llegan, se van mientras en lo cotidiano el lugar es un escondedero de delincuentes y drogadictos. La difundida máxima de que nadie defiende lo que no conoce se hace aquí palpable, el desconocimiento en este caso es hacia la propia base cultural. Los cojines son unas piedras que se toman como disculpa para circunscribir una imagen del sector de la ciudad: siguen siendo del diablo.
Constanza Cuevas situando el tema de la memoria social dentro del pensamiento crítico, con su tesis doctoral  Recuperación colectiva de la historia, memoria social y pensamiento crítico. (Cuevas, 2008), ofrece un aporte epistemológico y metodológico con su propuesta de la “auto-indagación en la memoria colectiva” y la “memoria del desprendimiento”. La autora efectúa un cuestionamiento al impacto que desde la colonialidad se ha producido en los distintos órdenes del poder, del saber y del ser para ofrecernos  una investigación en memoria social por fuera de los paradigmas modernos excluyentes (los cuales llevan implícitas la subalternización e invisibilización),  en busca de una memoria que vaya más allá de identidades basadas en la reivindicación de la autenticidad y la esencia y que tenga en cuenta que esta puede ser cambiante, contradictoria y relacional.
Con la “autoindagación en la memoria colectiva”, se plantea una derivación hacia un análisis en torno a la unidad de las categorías sujeto/espacio y cuerpo/lugar como referentes fundamentales de la memoria social. Como investigación social se plantea como una alternativa decolonial que a partir de la “memoria del desprendimiento” propenda por crear posibilidades de distinto tipo, en especial epistémicas, que hagan frente al modelo totalizante creado por la modernidad eurocéntrica.
La conformación de una “epistemología local”, como necesidad de construir conocimiento desde la propia lógica de las comunidades, debe considerar  “al menos tres aspectos fundamentales: la herencia de la historia, la estructura de la lengua y la vivencia de la cultura” (Cuevas, 2008: 235). La categoría de “epistemología local” emerge de la conjunción entre estos tres aspectos, y  plantea la necesidad de incorporar en todo proceso de reconstrucción colectiva de la historia, las propias “lógicas de mentalidad” que las comunidades y grupos sociales poseen. Lógicas de mentalidad que al estar presentes en la memoria colectiva, nos aproximan a las múltiples interpretaciones que un pueblo logra desarrollar acerca de los contenidos de su pasado y del sentido de su presente. La indagación de una propias “lógicas de mentalidad” debe tener en cuenta su relación entre la permanencia y el cambio. “Esto significa una relación entre lo constitutivo y lo esencial, en donde la memoria colectiva se transmite y actualiza permanentemente en la vida cotidiana” (Cuevas, 2008: 237). De este modo las comunidades se constituyen en “sujeto-objeto” en tanto se investigan a sí mismas, “en “fuente” en tanto que se parte de la indagación de su memoria colectiva; y finalmente en “método” al investigarse desde su propia lógica de conocimiento” (Cuevas, 2008: 240).

La implementación y agenciamiento de proyectos de diversos órdenes que lleven implícita la recuperación de la memoria social pueden establecer puentes entre las comunidades y sus legados y lugares de valor ancestral (proyectos que vayan más allá de las lógicas actuales de la patrimonialización oficial). Sin atender a criterios esencialistas sobre la identidad, al tener en cuenta que los individuos y las comunidades cuentan con un tiempo y una noción de lugar cambiantes, contradictorios y relacionales, es posible efectuar una indagación que esclarezca nuevas posibilidades significativas en la compleja relación de memoria, identidad y cultura.


-ESPERANZA-

Ya por fuera de los marcos desalentadores, mismos que obligan a centrarse en la erosión identitaria, podemos mencionar que existen apropiaciones del patrimonio en donde los sujetos intervienen y hacen de este una compleja red de significaciones y negociaciones sobre sus redes sociales y las de otros. Es importante mencionar que dentro del universo mágico de las comunidades locales existe una apropiación simbólica del territorio mimetizada en un  reencantamiento del paisaje. La importancia se justifica por su omnipresencia en la tradición oral más asociada al pasado originario (indígena) y por tanto a una conexión con el pasado, manifestada en el arraigo y apropiación territorial por parte de las comunidades, fundamento esencial de cualquier proyecto en el ámbito mencionado. Las culturas originarias, históricamente aplastadas pero vigentes en el imaginario de los pueblos, tienen una potencia digna de atención. Las pervivencias se manifiestan –así sea de manera difusa- en relación con otras culturas más determinantes como la religiosa, presente en el imaginario moralista y restrictivo del catolicismo o la cultura moderna, ligada al marco ético de inclusión social  que suponen las condiciones de vida en la sociedad actual. Dentro de este conflicto ético-cultural, fluyen los mitos en torno a los tesoros escondidos, las guacas, los tunjos o muñecos de oro que se presentan a algún pariente afortunado en las cárcavas en días de mucha luz y mucha lluvia. Podemos considerar la revisión de estos “imaginarios de las presencias mágicas” como propuesta para la reconstrucción de la utopía social, como búsqueda y producto de la esperanza que, también está a la espera de encontrar -a través de la recuperación colectiva de la memoria en las redes ocultas de la tradición oral-, un espacio de construcción del territorio y dignificación del patrimonio.



BIBLIOGRAFÍA:

Cuevas, Constanza. (2008). Recuperación colectica de la historia, memoria social y pensamiento crítico. Tesis para optar al título de doctorado. Universidad Andina Simón Bolívar sede Ecuador. Doctorado en Estudios Culturales Latinoaméricanos.

Chaves Margarita, Montenegro Mauricio y Marta Zambrano. (2010). “Mercado, consumo y patrimonialización cultural”, en Revista colombiana de antropología Volúmen 46 (I)

Diaz, Zamira. (2002). Reseña. Historias de la memoria hegemónica y disidente. Cristobal Gnecco y Marta Zambrano.

Ganduglia, Nestor. (2004). Una aproximación a la subjetividad boyacense. Signo Latinoamérica.

Le Goff, Jacques. (1991). El orden de la memoria: El tiempo como imaginario. Barcelona. Paidós.

Martín-Barbero, Jesús. (2010). “Mutaciones culturales y estética de la política”. En Revista de Estudios Sociales No. 35

Rojas, Ulises. (1939). Escudos de armas e inscripciones antiguas de la ciudad de Tunja.  Tunja. Imprenta departamental.

Zambrano, Marta. (2004) “Memoria y olvido en la presencia y ausencia de indígenas en Santa Fe de Bogotá”. En Desde el jardín de Freud. Num 4.

sábado, 12 de octubre de 2013

CUERPO PIÑATA



Piñatas, mártires y chivos expiatorios
 

La comparación del cuerpo con la piñata a través del trasfondo ritual que posiblemente perviva de “arcaicas prácticas”, busca señalar la condición contradictoria del ser humano: su trascendencia espiritual y su efímera corporalidad. La muerte media entre estos opuestos como momento de conciliación. 
Inicialmente se hace un rastreo alrededor de la homologación que culturalmente se puede establecer entre cuerpo y objeto expiatorio; para esto se traza una breve reseña sobre acciones rituales de diversas culturas que utilizan cuerpos o representaciones humanas con el objetivo de la liberación emocional o psíquica, reseña que tiene como líneas conceptuales el sentido antropológico de lo sagrado, según Mircea Eliade en su libro Lo sagrado y lo profano (Eliade, 1998) y el postulado sobre el origen común entre mito, magia y religión de James Frazer en La Rama dorada (Frazer, 1981). El contraste denotativo y la irónica comparación entre cuerpo y piñata se sugieren  desde el señalamiento de la pervivencia del rito en el juego colectivo de la celebración periódica, (Huizinga, 2008) y la relación entre sacrificios humanos y el rompimiento de la piñata. El sentido de pervivencia (supervivencia) se toma desde Didi-Huberman en La imagen superviviente. Historia de arte en tiempo de los fantasmas. Según Aby Warburg. (Didí-Huberman, 2003). De acuerdo a esto, los ejemplos tomados desde la antropología evolucionista, prácticas locales y objetos populares, no se equiparan por afinidad desde lo histórico sino desde el concepto de heterocronía (temporalidades heterogéneas), como “supervivencias fantasmales”.


Las representaciones humanas que tienen que ver con el juego guardan una relación vital con el esencia que las anima: los juguetes antropomorfos  interpretan una proyección psíquica del niño; el títere, efigie de un personaje arquetípico,  más que ser animado por la mano del experto, lo es por la imaginación del auditorio y la piñata de cumpleaños con la forma del personaje de moda, posee su alma en el enigma del contenido, contenido que guarda el clímax de la celebración. Del mismo modo las figuras sagradas de dioses, los objetos rituales y mágicos, los amuletos y fetiches, poseen esta duplicidad. Este es el aspecto que nos interesa señalar, el aspecto doble del objeto-cuerpo como forma y como contenido: el contenido como esencia y alma de una figura material. Establecida esta idea, la intención es inferir cómo,  siendo el  contenido el motor, éste se puede proyectar en otra investidura a través de una suerte de consonancia operada desde el sentido vital del juego o del ritual. Ejemplo: el bufón puede tomarse como una clonación en negativo de la solemnidad cortesana y como representación burlesca del rey. Este personaje desde el palacio cumplía la función de desviar las críticas, pullas, golpes, odios y rencores que en un inicio son destinados para el rey. El ir y venir entre ejemplos de origen tanto de lo <<sacro>> como de lo <<profano>>, solamente busca establecer la visión unificada entre ritual y juego, comprendiendo, claro está, que el juego como el ritual es un momento fuera del tiempo cotidiano.


Según el historiador de las religiones Mircea Eliade, para la mentalidad primitiva “…la manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el mundo” (Eliade, 1998: 25), de la misma manera los objetos consagrados tienen una realidad trascendente en la medida que son insuflados de contenido y significado. “Una piedra será sagrada por el hecho de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etcétera. El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor. Esa fuerza puede estar en su substancia o en su forma; transmisible por medio de hierofanía o de ritual” (Eliade, 2001:7)

Del mismo modo que al objeto se le concede la potencia sagrada, también, en sentido contrario, el mal, la culpa y lo oscuro de la conciencia se puede transferir a un objeto o cuerpo preparado para esto. Según la antropología evolucionista, las prácticas mágicas (de la mente salvaje) siguen un principio: la magia, podrá ser homeopática si trata de que «lo semejante produzca lo semejante»; o contaminante (o de contagio), si sigue el principio de que las cosas que alguna vez estuvieron juntas, al separarse, tienen tal relación mágica que lo que se le haga a una lo sufrirá la otra. Ambas esferas de la magia estarán comprendidas bajo el nombre general de magia simpatética. (Frazer, 1981: 33-63). En este establecimiento de la relación entre magia, rito y religión, la historia de los mitos y las religiones nos trae numerosos ejemplos de liturgias y rituales en los cuales una persona escogida asume las culpas y es llevado al escarnio y al “sacrificio”, mediante el cual hay una liberación colectiva. Un ejemplo notorio constituye la “cuestión crucial” que señala James Frazer en su libro La rama dorada (Frazer, 1981), de condenar a muerte a los reyes en diferentes culturas primitivas. Frazer señala numerosos ejemplos  para sustentar su postulado del origen común de mito y religión, tales como:

“Encontramos un caso sorprendente de monarquía limitada de esta clase en el poderoso reino medieval de los tazares, en la Rusia meridional, donde los reyes eran condenados a muerte a la terminación de un plazo determinado o cuando alguna calamidad pública, como sequía, carestía o derrota en la guerra, indicaba una quiebra de sus poderes naturales... También África nos ha dado diversos ejemplos nuevos de una práctica similar de regicidio, y de entre ellos el más notable, quizá, es la costumbre observada en Bunyoro en tiempos pasados, de escoger un rey de burlas de clan especial, cada año, en el que suponían encarnaba el rey difunto y que cohabitaba con sus viudas en su templo-tumba; después de reinar una semana, era estrangulado. La costumbre presenta un paralelo estrecho con el antiguo festival babilónico de Sacaea, en el que vestían con el ropaje real a un rey de burlas, le dejaban gozar de las concubinas del verdadero rey y, después de reinar cinco días, le desnudaban, azotaban y mataban” (Frazer, 1981: 12).


En relación con la tesis expuesta en El mito del eterno retorno (Eliade, 2001), la cual plantea el sentido del tiempo cíclico y de renovación para las culturas primitivas, el desarrollo del amplio texto de Frazer, declara que las culturas del mundo han seguido un proceso en su evolución religiosa, desde las actividades mágicas relacionadas con la naturaleza,  hacia religiones fundamentadas alrededor de entidades superiores. Una relación apresurada que surge es la posible analogía entre las costumbres regicidas y la creencia en el mesías redentor de las religiones judeo-cristianas y del islam,  analogía que Frazer elude señalando que su propósito es conformar una especie de “sistema” de la mitología; sin embargo sí es clara y explícita la relación del holocausto israelita y el ritual del chivo expiatorio, con “El cordero de Dios que quita los pecados del mundo”, encarnado en Jesucristo. Ya se había afirmado lo apresurado de la relación, pero dado el tiempo y el espacio, la señalamos a riesgo de parecer superficiales en la interpretación del texto; se tratará de dar una explicación de esta al final del texto.

Partiendo de estas comparaciones, al asumir que la genealogía de ciertas costumbres dentro de las fiestas y ceremonias familiares y sociales ha devenido de pretéritos rituales conservando su fin primordial, encontramos en los calendarios anuales de nuestras sociedades, prácticas que “rompen” con el tiempo, que renuevan la vida según normas conformes a tradiciones heredadas de diversos orígenes.

Como fiesta de restablecimiento del tiempo primordial, la celebración del cumpleaños regenera el año, siendo acto conmemorativo del nacimiento renueva el tiempo y confiere la fecundidad, la abundancia y la felicidad para un nuevo inicio. Existe una clara relación de esta fiesta de renovación del tiempo con la celebración del año nuevo en donde la piñata es análoga al muñeco de año viejo, el cual es quemado en el escenario carnavalesco como instrumento de sacrificio; ambos, piñata y año viejo son chivos expiatorios que se destruyen para propiciar un nuevo comienzo lleno de esperanzas y optimismo. Siendo fiestas de “cumplimiento”, estas celebraciones cierran un ciclo y abren otro.

Todas las prácticas dentro de la fiesta del cumpleaños consuman la misma acción renovadora: la torta, las velas como ritual de la extinción y reanimación del fuego (Eliade, 2001:35), el deseo pedido en íntimo secreto, los obsequios, la música, los juegos y el baile. En el cumplimiento del ritual, mediante la eliminación del tiempo profano y la generación de una exaltación colectiva, el festejado se prepara emocionalmente para recibir la bendición restauradora.

La piñata puede ser receptáculo de lo sagrado porque para tal es confeccionada, está consagrada para ello. En la acción de prepararla se realiza un “acto primordial”, como objeto adquire una nueva dimensión. Según Mircea Eliade: “En la mentalidad “primitiva” o arcaica, los objetos del mundo exterior, como los actos humanos propiamente dichos, no tienen valor intrínseco autónomo. El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor” (Eliade, 2001:7). En este caso, la piñata, como objeto hecho por la industria del hombre no halla su realidad, su identidad, sino en la medida en que participa en una realidad trascendente. Por extensión, la mentalidad infantil (o, ¿por qué no?, la sensibilidad lúdica del adulto), también puede participar de la mencionada fuerza. Esa fuerza puede estar encerrada en el contenido o en la forma de la piñata y ser transmisible por medio del juego y del ritual. La acción de suspenderla en el aire, la separa simbólicamente del plano vulgar y la sitúa “entre el cielo y la tierra”. A lo largo del mundo perviven estos rituales donde los objetos litúrgicos son colgados: para no ir muy lejos, el rey Herodes en el barrio Egipto de Bogotá y el Carmen de Tunja en la fiesta de reyes magos, se quemaban colgados. “Toda suspensión en el espacio participa de este aislamiento místico” (Cirlot, 1969). 

El origen de la piñata is made in China. “En la ceremonia del Año Nuevo se confeccionaba la figura de una vaca cubierta con papeles de colores llena de semillas. Los mandarines golpeaban con varas la figura para esparcir por el campo su contenido, posteriormente se quemaba el papel y las cenizas se guardaban, pues se consideraban de buena suerte[1] Se le atribuye a Marco Polo llevar las piñatas a Italia en el siglo XII. En este sentido, Marco Polo se constituye como el gran benefactor, que trajo todo para la fiesta infantil: “papel de china”, piñata, helado y sppaguetis.

En Europa se le dio a la piñata un enfoque religioso y al primer domingo después del Miércoles de Ceniza se le llamaba Domingo de Piñata, probablemente como consecuencia de la política de la iglesia primitiva de absorber en lugar de reprimir los ritos paganos existentes, en este caso las celebraciones que desde los primeros tiempos habían festejado el solsticio de invierno y la llegada de la primavera. En Andalucía, España, el Domingo de Piñata es la última fiesta después del carnaval, en la cual hay desfiles, carrozas y en diferentes lugares de congregación gozosa, los participantes con los ojos vendados tratan de romper una olla de barro adornada con papeles de colores rellena de dulces.

Las piñatas llegan a América por medio de los colonizado
res españoles. Los misioneros las utilizaron con fines evangelizadores, pues su ambiente festivo atraía a la gente a las ceremonias religiosas. En México, país que se adjudica la piñata como elemento identitario, la época del año en que se instituyó su uso y práctica fue en la novena de navidad, conocida allá como “las posadas”, tradición popular mexicana que tiene lugar del 16 al 24 de diciembre y que conmemora el viaje de la Virgen María y san José a Belén, y su búsqueda de un lugar donde pasar la noche antes del nacimiento de Jesús.

La piñata adoptó en México una forma de satélite: una esfera con siete conos sobresalientes, cada uno con una mecha de serpentinas de colores en su extremo.
“Dichos conos representaban los siete pecados capitales: avaricia, gula, pereza, orgullo, envidia, cólera y lujuria. Además, las frutas y caramelos en su interior eran símbolos de las tentaciones que implicaban la riqueza y los placeres terrenales. Los participantes, vendados, recibían la orden de golpear la piñata, en un esfuerzo por combatir las fuerzas demoníacas. El garrote para destrozar la piñata, por su parte, simbolizaba la virtud. Una vez rota la piñata, el contenido de la misma era la representación del premio a los participantes por ser fieles a su fe”[2]

La herencia cristiana arraigada en México da la siguiente interpretación del ritual de las piñatas:

“El palo con el que se le pega a la piñata representa a la fuerza de la virtud que rompe con los falsos y engañosos deleites del mundo. Las virtudes que hay que cultivar para vencer los pecados capitales son: contra la soberbia, la humildad; contra la avaricia, la magnanimidad; contra la ira, la paciencia; contra la envidia, la generosidad; contra la lujuria, la castidad; contra la gula, la templanza; contra la pereza, la diligencia. Con la ayuda de Dios, se destruye al mal y así se descubren los frutos que hay dentro de la piñata, que representan las gracias de Dios. El relleno de la piñata es símbolo del amor de Dios porque al romper con el mal, se obtienen los bienes anhelados”[3]

Según Johan Huizinga, en el juego, la magia y el rito la acción está legitimada por sí misma y se halla separada en el tiempo y en el espacio.  "El juego humano, en todas sus formas superiores, cuando significa o celebra algo, pertenece a la esfera de la fiesta o del culto, la esfera de lo sagrado" (Huizinga, 2008). Complementando con Eliade, cada acto depende de reglas particulares cuya transgresión aniquilaría la atmósfera de la acción mágica o lúdica.  Sin embargo, el rito va mas allá de una simple fórmula de repetición, posee un contenido y se refiere a un sacramento, a un acto que presupone una realidad absoluta o extrahumana (Eliade, 2001).

Se haría necesario detallar una descripción simbólica del ritual de la piñata, sin embargo no es este el fin de este escrito, sino señalar cómo dentro de un espacio profano, cotidiano y “vulgar” como lo es la sala o el patio de una casa, se efectúa cumplidamente cada año para los niños una fiesta que se ajusta a la repetición literal de una rutina prediseñada tradicionalmente. Así sea utilizada también con fines comerciales y claramente sus usos estén imbricados dentro de las tensiones y puntos ciegos de las configuraciones sociales,  la estructura del rito original no deja de permanecer inmutable, pese a que las experiencias provocadas por su actualización no tengan ya más que un carácter lúdico.

La característica piñata de cumpleaños infantil permanece en el imaginario del adulto y también se usa en diferentes fiestas como la despedida de soltero o soltera, el cumpleaños del cincuentón y  las bodas de oro de los abuelos. Al preguntar a estos sobre la existencia de las piñatas en su infancia, nos encontramos rápidamente con indicios interesantes que van aclarando los recorridos y las fuentes originarias. Aunque el recuerdo haya sido cubierto de las múltiples capas que se han superpuesto por los cambios del mundo moderno, para la preparación de celebraciones especiales, siempre se ha contado con el mismo entusiasmo y las mismas estrategias. 

La piñata era el centro de multitudinarias fiestas en la culminación de la “catequesis” o “preparación para la primera comunión”; en este caso  los muchachos ya aptos para iniciarse en “los misterios de la transubstanciación del cuerpo y el alma” (primera comunión), se apretujaban para seguir en el turno de romper las ollas que guardaban las anheladas golosinas (dulces artesanales envueltos en celofán). Claro que existía un riesgo: romper las que contenían ceniza, hollín o agua. En todo caso, la emoción mística de este tiempo sin tiempo, el de la ruptura y el lanzarse a atrapar las dádivas de lo alto, era igual si se conseguía una ducha de aquellas engorrosas sustancias o los esperados dulces. ¿Existe acaso alguna connotación determinante de acuerdo con la sustancia? La ceniza se relaciona con penitencia, humildad y conversión. El hollín con muerte. El agua con la purificación bautismal. Los dulces: las gracias dispensadas por Dios.

Basta aquí con señalar cómo dentro de la gran mayoría de estas prácticas de fiesta encontramos elementos centrales que cumplen la función de ser dispositivos sacrificiales, objetos simbólicos que congregan a la comunidad en un compartir místico de entusiasmo que se asemeja al desborde y trance de ritual pagano. ¿No es esta congregación alrededor del atrio del templo o de la plaza del pueblo una histeria catártica renovadora y saludable que descarga en un chivo expiatorio todas sus penas y pecados? 

Sin oponerse ni ilustrar el pensamiento religioso trascendente es necesario considerar la apreciación que surge del dogma cristiano de la unión de cuerpo y alma o para la filosofía de materia y forma.  Materia y forma componen en su unión los principios constitutivos de las substancias y de los cuerpos.  Desde la teología cristiana la unión cuerpo y alma no es accidental, el alma tiende a la determinación del cuerpo de manera natural. Sin embargo hay una separación trans-terrenal de estos dos principios constitutivos.  El alma se define como un ser autónomo que subsiste tras la separación de materia y forma, de cuerpo y alma, constituyéndose como una substancia formal carente de materia. No es aquí el caso de tratar del misterio cristiano de la transubstanciación, pero sí es intencional efectuar la alusión. Tratándose de una discusión bizantina se alude desde una postura imparcial que sólo busca establecer relaciones entre lo sacro y lo profano desde el rito y el juego.

El acto central de la piñata es romperla para recibir la recompensa que se desprende. La relación directa  con un sacrificio humano tiene que ver también con lo que se desprende, tanto simbólica como materialmente. Hay un beneficio inmediato preparado a través del acto litúrgico. El placer orgásmico de romper y recibir el baño de dádivas de lo alto se corresponde con el clímax de la celebración y podría ser el punto intermedio de transición en el cambio de modalidad del cuerpo en la muerte sacrificial, el desprendimiento de la vida en un límite conocido, pero que está más allá, precisamente en ese punto intermedio entre el cielo y la tierra.

Se puede inferir que el sacrificio humano  en antiguas liturgias no solamente se realizaba como el ofrecimiento de un cuerpo para el reconocimiento de la divinidad, con el fin de un interés particular o la petición de buena fortuna. Si era con el fin del apaciguamiento de la ira divina o la adivinación del futuro, se efectuaba precisamente por el desprendimiento reconocido de la energía vital del cuerpo preparado para esto. Y el desprendimiento no es solamente inmaterial, se da también en la aspersión de la sangre:

Según la Biblia, en los ritos sacrificiales la aspersión del altar con la sangre del animal ofrendado, era una característica esencial en los ritos de inmolación y expiación; en el holocausto la ofrenda antes de ser quemada su sangre era aspergida. La aspersión significa adhesión a Dios y comunión con él. (Ex 24, 6-8).  La aspersión hacía parte de los ritos de purificación y se hacían con la sangre pura, mezclada con agua o con agua. (Lev 16,15-19). 

“En el Nuevo Testamento se abandonan los ritos de aspersión, pero se menciona cómo la “aspersión de la sangre de Cristo” (Heb 12, 24) hace participar en la nueva alianza (Heb 9,18-21) y libera del pecado de una manera más perfecta que la sangre de los animales sacrificados del Antiguo Testamento y la ceniza de la vaca roja (Heb 9,13s). La aspersión con la sangre de Cristo tiene lugar en el bautismo (Heb 10,22; 1Pe 1,2).”[4]

Esta aspersión purificadora de la sangre de Cristo es fuente de “redención perfecta y don de vida nueva”, según el sentido del sacramento del bautismo, he aquí el sentido de la expiación  de los pecados en un cuerpo consagrado y al mismo tiempo su ofrendamiento para la obtención de la gracia celestial.

Colofón.
En la indagación de objetos análogos a la piñata encontramos otros “juguetes made in China”: los “perros de paja” que son efigies de perro, rellenados de paja y utilizados en ceremonias rituales como ofrenda a los dioses. Durante el ritual eran tratados con solemnes reverencias pero una vez acabado, cuando ya no servían, eran pisoteados y desechados.  

Es el momento de la piñata, todos los niños están expectantes listos a lanzarse al piso para atrapar el mayor número de sorpresas. Se turnan en jolgorio estridente el apaleo del muñeco de papel de seda, unos aciertan, otros no, pero el conjunto grita alborozadamente, unos lloran, otros saltan, sólo se espera el desenlace final. El artilugio tercamente resiste la paliza sin romperse, la desesperación de algunos por el momento anhelado les lleva a intensificar aún más la tensión del momento con nuevos  gritos y voces. La multitud sigue increpando, los destellos de flash de las cámaras fotográficas registran los rostros absortos. Finalmente, sucede, el paroxismo dura pocos segundos: el grupo de niños se lanza dentro de la lluvia de colores para asegurar su botín, dotados de bolsas recogen en ellas afanosamente las dádivas. Al terminar la algarabía, el espacio del garaje queda ocupado solamente por los despojos, la diversión ha terminado; el grupo se disgrega y todos se reubican en sus sillas para disponerse a comer el helado.

BIBLIOGRAFÍA:
Cirlot, Juan Eduardo. (1969). Diccionario de los símbolos. Barcelona. Labor.
Didi-Huberman, Georges. (2009). La imagen superviviente. Madrid. Abada editores.
Eliade, Mircea (1998). Lo sagrado y lo profano. Madrid. Alianza.
-------------------(2001). El mito del eterno retorno. Buenos Aires. Emecé.
Frazer, James (1981).  La rama dorada. México. Fondo de cultura económica.
Huizinga, Johan (2008). Homo Ludens. Madrid. Alianza/Emecé. 



[1] http://www.oem.com.mx/oem/notas/n1422425.htm (consultado el 19 de abril de 2013)
[2] http://www.confitesycanelones.com/vista/histpinia.php (Consultado el 19 de abril de 2013)
[4] http://mercaba.org/Practico/A/aspersion.htm (consultado el 20 de mayo de 2013)