jueves, 29 de agosto de 2013

Ponerse en los alpargates del otro


San Victorino, octubre de 2012
Aproximación a un relato de experiencia fenomenológica
Octubre de 2012


El ejercicio de meterse en los zapatos de otro con el objetivo de “palpar los cauces de otra subjetividad”, en un primer momento se presenta como algo alejado de mi experiencia. De antemano asumo que estoy muy encerrado en la imagen y representación que he hecho de mí mismo y en lo que creo que soy como apariencia que proyecto hacia los demás.
Frente a la necesidad de realizar una experiencia significativa y enriquecedora, decido no  “disfrazarme”, mi intención es realmente asumir tras el vestido, la identidad de alguien real, de este modo decido vestirme de alguien subvalorado socialmente. Recuerdo en el día de la clase de taller cuando dialogábamos sobre el ejercicio que íbamos a realizar en la plaza de San Victorino, Dilma accidentalmente hizo caer un recipiente con jugo. Un aseador de la ASAB entró al salón con su trapero para limpiar, lo observé con detenimiento: dentro de su overall de dotación institucional  su actitud era la de alguien humillado y subvalorado. En ese instante pensé: “el ejercicio debería realizarse con una persona así, ser drástico y ponerse en los zapatos de otro, realmente OTRO, y sobre todo, una persona que está al lado de uno en su cotidianidad, ese “otro” tan retórico en nuestras conversaciones académicas.
Al sábado siguiente con mis compañeros de taller, a la hora del almuerzo dialogamos sobre el ejercicio, comento lo que pensé en el momento que me detuve al observar al aseador de la ASAB. Luisa Fernanda es de mi parecer, coincidimos en que el objetivo del ejercicio sería más provechoso si asumimos una investidura real de alguien subvalorado. Decidimos “investirnos” de una pareja de campesinos y vender arepas; al asumir un rol le agregábamos también el cumplimiento de una labor complicada dentro de la trama social urbana.
Para mí no fue difícil conseguir los aditamentos, siendo algo muy cercano a mi cotidianidad, sin embargo, me doy cuenta cómo en la realidad hay un juicio generalizado (por supuesto me incluyo), por la vestidura de alguien. Dentro del discurso de la identidad boyacense siempre se menciona a la ruana y al sombrero campesino como emblemas de identidad, pero en la realidad esas prendas son vistas con ojos clasistas, hay una clara subordinación de quien las viste; a este se le determina como  el pobre o el “campeche”. La sociedad de Tunja y en general la del altiplano cundiboyacense ha heredado de los criollos arribistas coloniales un elitismo malsano y ridículo, pues a lo largo de la historia la instauración de clases sociales se ha desenvuelto a través de recorridos que ya poco tienen que ver con apellidos de abolengo español. Poseo una ruana raptada por propiedad atávica, es una ruana que permanecía sobre la mesa de la plancha en la casa de mis padres, decidí apropiármela, hoy la conservo como reliquia.
Tunja, seguramente por su clima frio ha sido lugar de tejidos desde tiempos precolombinos. Aquí se tejían excelentes mantas, las cuales valían más que el oro. Con la imposición española los telares indígenas se relegaron, sin embargo en la colonia se desarrolló la producción de paños, la cual abastecía la demanda de toda la zona; dicha producción se promovió y en el siglo XIX, ya en la época republicana, Tunja era potencia textil en el país. Con la apertura de mercados de ese siglo se comenzó a importar paños ingleses, lo cual suscitó la quiebra de las fábricas locales. En esa época se impuso el tejido de lana de oveja para mantas y ruanas, las mujeres de clase usaban coloridas mantillas de diseño español, mientras las pobres usaban la mantilla de color negro solamente los domingos. Esto lo afirmo a partir del recuerdo de conversaciones con personas mayores. Cuando era niño yo mismo veía a aquellas señoras beatas y rezanderas envueltas en sus mantillas negras, entrar y salir de las iglesias, ahora pienso cómo es que aún se conserva la costumbre de la “pinta dominguera”, sobre todo en Tunja, que albergando una población muy católica aún en los domingos por la mañana la mayoría de la gente acude a la misa con sus atavíos más elegantes.
Ya tenía lista la ruana, necesitaba el sombrero, recordé los sombreros de Adán Botía.
Adán Botía es una persona muy admirada por todos los que lo tratamos. Lo conocí a través de un amigo quien me llevó a su maravillosa casa de tapia pisada en Cusagüí, corregimiento de La Uvita, municipio que está más o menos a seis horas de Tunja en el norte de Boyacá. Adán Botía es genio o por lo menos superdotado, hoy debe superar los ochenta años. Siendo muy humilde y sencillo, tiene la apariencia de cualquier campesino, pero rápidamente salta a la vista su eminencia, es vivaz, excelente conversador, buen cocinero, cuida sus animales y sus cultivos. Él es el médico de la zona, se sabe que cuando prestó el servicio militar tuvo que  trabajar en la enfermería, allá adquirió la solvencia y facultad para tratar enfermedades. Pero eso no es todo, él anda al tanto de los avances de la ciencia en general y puede establecer una conversación profunda sobre cualquier tema. ¿Cuáles son las fuentes de su acervo? Debe leer mucho, seguramente está suscrito a revistas especializadas, además escucha radio en onda corta, eso lo supimos cuando verificamos la antena hecha por él mismo para su viejo radio. En fin, este relato no se trata de Adán Botía, pero su rememoración me hace decidir que lo voy a visitar en diciembre apenas terminemos las clases de la maestría. Cuando íbamos a visitarlo siempre nos traíamos reliquias (tenía un cuarto de su casa lleno de trebejos, estribos de cobre, pistolas antiguas, herramientas, gallinas, gatos y por su puesto sombreros). Todos queríamos un sombrero de Adán, por respeto nunca abusamos de su desprendimiento y los únicos que heredaron sombrero fueron Álvaro José y “El Paipa”. Aún Álvaro José guarda las canas en el sombrero y verifica que permanezcan en él, así use el sombrero diariamente. El Paipa fue más tímido y en una visita se conformó con el sombrero más viejo que había, aunque Adán le ofreció el mismo que tenía puesto. “El Paipa” me prestó el sombrero para realizar mi ejercicio en San Victorino, también me prestó  las alpargatas y la mochila de fique hecha con el mismo diseño de los U-wa, compradas en el mismo Cusagüí.
Al salir del taller de “El Paipa”, después de recordar las anécdotas vividas con Adán Botía, decido ponerme el sombrero, que está viejo, roto, me gusta porque está lleno de la energía de su legítimo dueño. Salgo rumbo al centro a conseguir las arepas boyacenses, en el trayecto comienzo mi auto-observación. El ejercicio de centrar la mirada en mí mismo es un poco complejo,  siento el desfase entre la auto-representación y  el usar una prenda que no es mía, pronto me doy cuenta que precisamente es la mirada hacia mí mismo lo que hace que me sienta extraño, pues nadie me mira, compruebo mi paranoia. Me encuentro con un estudiante que me invita a una fiesta. Está más efusivo que de costumbre… ¿Será por el poder  de mi sombrero?
Salgo a las 4:00 a.m. investido de campesino vendedor de arepas, rumbo para Bogotá. La ruana es perfecta para el frio, el sombrero va en su lugar, la cabeza.  En el terminal de Tunja los ayudantes que corren a abrirme la puerta para auxiliarme con mis maletas en busca de una propina, rápidamente se apartan. ¿Será que un ensombrerado y enruanado no puede ofrecerles una moneda por su servicio?
Llego a Bogotá, como siempre desde el portal de la 170 hay un hervidero de gente. La indiferencia es total, puedo sentirme cómodo en mi atuendo, ¿A quién le importa un sujeto con una ruana y sombrero viejos? Absolutamente a nadie, nadie se aparta, a nadie le afecta que mi ruana tenga el olor desagradable de la lana guardada, sólo hay que asegurarse un buen lugar en el transmilenio. Por mi parte yo me siento poderoso y digno, pues tengo el sombrero de Adán Botía.
Llego a la ASAB, y la situación alrededor de mí y mi atuendo es absolutamente corriente, es natural que un boyacense esté vestido con ruana y sombrero, así me lo hacen sentir mis compañeros y maestros. Antes de salir estoy  “en mi salsa”,  además Luisa Fernanda se convierte en un apoyo fundamental, todo se presenta claro y posible, somos una pareja de campesinos boyacenses que vamos a vender arepas a la plaza de San Victorino, no hay problema. Pero al traspasar las puertas de la academia inmediatamente siento que hay algo que no fluye en mí, no hay naturalidad en lo que hago, empiezo a reír nerviosamente. Veo cómo Héctor asume su rol de una manera natural, yo trato de cambiar la voz y enfatizar el acento pero me es imposible. Decido permanecer callado, observar y observarme, la espontaneidad no es lo mío, me atieso completamente dentro del traje. Realizar la actividad en grupo permite cierta comodidad, aunque creo que sería más interesante hacerlo solo o con uno o dos compañeros más, soltarse poco a poco, fundirse en el entorno completamente y romper la representación, asumir la experiencia.
Ya en la plaza las cosas cambian, su expansión propicia que el ejercicio sea completamente de observación. Como espacio de permanencia, encuentro y cruce, la plaza de San Victorino se dispone como un lugar vivaz, estridente e impermeable. Me oriento a mirar a mi alrededor, la dinámica es muy sugestiva, la gente que habita y cruza este espacio se integra con la arquitectura, colores y sonidos circundantes. Constato que es un escenario íntegro, no hay improvisación, todo fluye perfectamente. Soy yo quien desentona, soy yo el extraño, el impostor. Pronto rompo la barrera y con Luisa desempeñamos nuestro papel, ofrecemos las arepas a los transeúntes. Comprobamos lo complicado del asunto: ser un vendedor ambulante exige paciencia y otras destrezas. En el intento de interactuar con nuestros posibles clientes verificamos lo que es estar en un espacio que reduce al sujeto a un anonimato derivado de su ubicación en un tejido de roles y representaciones sociales. De alguna manera todos somos importantes y al mismo tiempo nadie es imprescindible, el vendedor de jugos, el rockero, la prostituta, el desempleado de cincuenta años que se sienta a observar, el vendedor de corbata, el turista europeo, el indígena, en fin, todos cumplimos nuestro papel en la función cotidiana del escenario urbano.
Al sentarnos al fondo de la plaza descubro algo, (es como un satori, como una iluminación): Todo es una representación, una copia. Lo que observamos es solamente la superficie maquillada y colorida de un sustrato social en blanco, negro y grises. Como personajes de esa representación pretendemos escoger nuestras galas y colores, pero solo lo hacemos de acuerdo a un proyecto en conjunto. La “iluminación” la puedo comparar con el sentimiento que tuve hace unos años al finalizar la visita a una retrospectiva de Santiago Cárdenas: Después de ver el proceso del pintor, desde los tableros, los paraguas y los ganchos, frente a las últimas series, las de las chorreaduras coloridas de pintura con esos floreros superpuestos, descubrí que la mímesis no era el objeto sino el fondo: ¡La copia, la representación, era la pintura del fondo!  En la plaza de San Victorino aquel sábado en el ejercicio de taller hubo un descubrimiento semejante: Yo, quien era el sujeto superpuesto, el objeto arbitrario y ajeno en un trasfondo auténtico, espontáneo y expresivo, me sentí yo mismo ante un escenario ficticio, el telón era el que estaba diseñado meticulosamente para la representación social. De esta manera me pude fundir en la representación, dejé de ser yo mismo estando en los alpargates de otro.

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